Pesimismo del Bienestar: el voto como sometimiento

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La mayoría de las personas que saldrán a votar el próximo 1 de junio lo harán con una guía en la mano que les dio el gobierno y o el partido oficialista. El voto como acto de sometimiento.

Miguel Ángel Romero Ramírez*

SemMéxico, Cd. de México, 28 de mayo, 2025.- En teoría, el voto es una afirmación de libertad. En la práctica, cada vez se parece más a un acto condicionado, ejecutado bajo una lógica de la dependencia. La elección judicial que se aproxima en México -domingo 1 de junio- se enuncia como un acto democrático. Sin embargo, detrás de esa narrativa, persiste una realidad más sombría: millones tienen la instrucción de acudir a las urnas no como ciudadanos soberanos, sino como sujetos obligados en una relación de subordinación disfrazada de gratitud.

Durante más de dos décadas, Andrés Manuel López Obrador (jefe de gobierno de CDMX) y su «movimiento» han ampliado y centralizado una red de programas sociales sin precedentes. No se trata únicamente de transferencias económicas, sino de una estrategia política cuidadosamente calibrada. Las ayudas llegan, sí, pero también llegan mensajes. Quién entrega, por qué, y qué se espera a cambio. En muchas comunidades, esos mensajes se traducen literalmente en listas: orientaciones sobre por quién votar, entregadas días antes de la elección.

El resultado es una inversión simbólica: el voto ya no es una expresión autónoma, sino un acto de correspondencia. No una devolución, sino un gesto que se percibe obligado, una suerte de tributo silencioso para preservar lo poco que se ha conseguido.

Lo paradójico: muchos de esos beneficios son reales pero también frágiles. La transferencia económica existe, pero las medicinas no están en las clínicas. La beca a estudiantes se deposita, pero el mercado laboral continúa siendo deprimente. El apoyo llega, pero la inseguridad no cede y el histórico de homicidios siempre tiene un nuevo techo.

Bajo esa tensión, el «bienestar» pierde su dimensión transformadora y se vuelve una forma de consuelo. El Estado aparece, pero incompleto: da recursos, pero no derechos. Y lo que debería empoderar, termina sujetando. Sometiendo.

Esta es la arquitectura del nuevo clientelismo: legal, masivo, emocional. Un sistema que no amenaza abiertamente, pero insinúa consecuencias. No impone, pero orienta con insistencia. No castiga, pero recuerda amenazante.

La política del «bienestar», en este contexto, ha dejado de ser una vía hacia la autonomía para convertirse en un dispositivo de control suave. Las dádivas materiales se sobreponen a los vacíos estructurales, y lo simbólico sustituye lo sustancial. Se entrega dinero donde falta Estado. Se genera lealtad donde debería haber exigencia.

Este fenómeno no es exclusivo de México, pero aquí ha alcanzado una eficacia particular. Existen venezolanos y cubanos que después de décadas en el desamparo siguen pensando que mejorarán. Otros, millones, han optado por un éxodo doloroso.

Ahora, la legitimidad electoral no se construye sobre el debate, sino sobre la administración del miedo: el temor a perder lo poco conseguido, a que un cambio de gobierno implique el corte del único ingreso estable en un entorno de carencias. Se vota, entonces, con la expectativa no de mejorar, sino de no empeorar.

El pesimismo del «bienestar» parte de esa contradicción: el éxito de Morena radica en una política pública que fracasa en sus fines sociales. Se celebra una cobertura amplia de programas mientras se omite que esos mismos beneficiarios viven en calles sin seguridad, sin medicinas ni doctores, sin empleos. Sin operativamente poder exigir nada. Para fines prácticos, termina siendo más costoso recibir la dádiva.

La pregunta no es quiénes ganarán las elecciones el próximo 1 de junio, la pregunta es qué tipo de ciudadanía está siendo moldeada. Una ciudadanía que participa desde el deseo de cambio o desde la obligación tácita de mantenerse en línea.

Sin una política social que emancipe, el voto pierde sentido como instrumento de transformación. Sin derechos plenos, los programas se convierten en sustitutos, y la democracia en una farsa.

El 1 de junio habrá votos en las urnas. Pero lo que está en juego no es solo el resultado, sino la posibilidad de reconstruir un vínculo entre Estado y ciudadanía que no se base en el temor a perder una transferencia, sino en la confianza de que el bienestar no puede depender del voto, sino de la justicia. La justicia que fue enarbolada como promesa de campaña pero que una vez cumplida su rentabilidad electoral se diluyó.

*Publicado originalmente en política online

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