Miguel Ángel Sánchez de Armas
SemMéxico, Cd. de México, 27 de octubre, 2025.- Final del formulario
Hace ochenta años conocimos la alegoría de la República de los Animales en donde la doctrina del animalismo alcanzó el ideal de la igualdad para todas las bestias, y nos enteramos de cómo fue que una oligarquía porcina se proclamó “más igual” que los otros para hacerse del poder absoluto. Rebelión en la granja es una novela breve, escrita en la pobreza y con la amargura del exiliado, que cambió la manera de mirar el poder. Condensa la historia política del siglo XX y parodia a camarillas del XXI que nacieron con proclamas populistas.
George Orwell la publicóen agosto de 1945 cuando Europa aún olía a pólvora y a miedo. Hubo quienes la consideraron no más que una fábula ingeniosa, pero mientras las democracias celebraban la derrota del fascismo fue una advertencia de que la corrupción de los ideales puede nacer de los mismos sueños que pretenden salvarnos.
George Orwell nació Eric Arthur Blair en Matihari, India, en el seno de una familia colonial y se hizo londinense a fuerza de palabras. Fue autor, periodista, corresponsal de guerra y soldado. Vivió con la convicción de que el mundo se puede cambiar y que si para ello la letra es la más poderosa herramienta, tomar las armas resulta igualmente eficaz. Estuvo en las trincheras y más de una vez se rozó con la muerte. “Cada línea que he escrito desde 1936 ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre esos temas”, dijo en 1946.
En homenaje al más sobresaliente escritor, pensador y luchador social de su generación -referencia viva a 75 años de su muerte y a 80 de la aparición de una de sus obras emblemáticas- comparto un extracto del recuerdo que el poeta Paul Potts publicó en The London Magazine en marzo de 1957 con el título “Don Quijote en bicicleta”. La semana entrante hablaré de Rebelión en la granja.
Cómo habría odiado George Orwell un panegírico. La manera correcta de que los vivos hablen de los ya muertos es hablar de ellos ahora como se hacía cuando aún vivían. Lo que voy a decir sobre Orwell aquí, entonces, no diferirá en tono de lo que dije por escrito cuando era mi amigo y aún vivía. De hecho, después de su muerte, a veces me avergonzaba bastante que personas que no conocía me respetaran solo por haber sido amigo suyo.
Lo mejor de Orwell era Orwell. En definitiva, era mejor que todo lo que escribió. Eso lo hace realmente muy bueno. […] Había algo en él, aparte del hombre orgulloso, el Don Quijote en bicicleta, que atrapaba la imaginación al instante. Eso hacía pensar en un caballero andante y en la justicia social como el Santo Grial. Uno se sentía seguro con él; así de honesto intelectualmente era. Su mente era un tribunal donde el juez era el abogado de la defensa.
Un hecho que nunca se ha mencionado sobre Orwell, a pesar de todo lo que se ha publicado sobre él desde su muerte, es que su madre era francesa. De esta ascendencia latina heredó el amor por la vida. Pero, al ser Orwell, no intentó imitar a los franceses como hacen tantos intelectuales. Utilizó el gusto francés que había heredado para vivir una vida inglesa plena. […] Juraría que valoraba el té y el rosbif por encima [de la Orden al Mérito] y el Premio Nobel.
Luego estaba la conversación y la compañía [en la sala de su casa]: su primera esposa, algunos miembros de su familia o de la de ella, un refugiado radical o un escritor inglés. Había algo muy inocente y terriblemente simple en él. No era muy buen juez de carácter. Sin embargo, sí lo era del rosbif. Le encantaba ser anfitrión, como solo pueden hacerlo los hombres civilizados que han sido muy pobres. No había nada de bohemio en él. Por pobre que hubiera sido, eso no lo hacía precario. Pero toleraba en los demás defectos que él mismo no poseía. No creo que hubiera un hombre en toda Inglaterra que pudiera decir que Orwell le había pedido prestada media corona. Y sé -estoy absolutamente seguro- que no habría un hombre en toda Europa que pudiera decir que le había pedido prestada una sin devolverla. Llevó la independencia a tal extremo que se convirtió en pura poesía.
Su mente era limitada, pero conocía sus propias limitaciones. Dentro de esos amplios límites, era una mente de primera. Tenía más bondad que amor, pero más ira que desprecio. Era como un soplo de aire fresco oírlo hablar de literatura, política, historia o las costumbres victorianas. Era un repertorio de información curiosa sobre temas insólitos. Escribía una hermosa prosa inglesa, la clase de idioma que la gente, normalmente avergonzada por la belleza, podía apreciar.
Así como a veces se puede percibir la sensación de una ciudad a través del recuerdo de una calle, también se puede captar la atmósfera de la obra de un escritor por la temperatura de una de sus frases. En Orwell, esta es la frase: “Ningún muro del mundo está lo suficientemente bien construido como para que se le permita permanecer en pie, si rodea un campo de concentración.”
Tuvo un trabajo terrible para publicar Rebelión en la Granja, el primer libro que realmente lo hizo famoso. El impresor era un obrero radical, a la antigua usanza. Un auténtico artesano y descendiente espiritual de los impresores que estuvieron dispuestos a ir a prisión antes que negarse a imprimir Los Derechos del Hombre.
Al leer las reseñas de Rebelión en la Granja que llegaban de la prensa española, danesa y checa, nos preguntábamos a menudo cuál habría sido su destino en el mundo si hubiera aparecido primero en forma de panfleto bajo el sello de Whitman Press. A menudo, las únicas palabras que entendíamos en algunas reseñas de la prensa extranjera eran «Swift» y «Los viajes de Gulliver»; sin embargo, cuando las leíamos, ¡sabíamos que era una buena reseña!
Los dos libros, Rebelión en la Granja y 1984, sobre los que se cimentó su fama, no son, ni mucho menos, su mejor obra. Pero son mejores que sus primeras novelas. Por supuesto, no era en absoluto un novelista, pero los críticos que se interesan por él como tal, simplemente intentan desestimar, oscurecer o ignorar su obra más seria. El canon de sus escritos incluye Sin blanca en Londres y París, El camino a Wigan Pier y Homenaje a Cataluña, posiblemente su mejor obra. Y los ensayos, siempre los ensayos, todos los ensayos, pero especialmente el que trata sobre Dickens y la segunda sección de Dentro de la Ballena, que no se centra en el propio Henry Miller, a quien está dedicado en su conjunto, sino en la escritura inglesa de la época. Orwell desempeñó un papel en la literatura de su tiempo similar al que desempeñó Parnell en la política de su época. Con solo unos pocos escritores más de igual calibre y con su ardiente y apasionada integridad, podríamos haber disfrutado de una nueva era augusta, pues poseía la independencia de Swift mezclada con la humildad de Oliver Goldsmith.
Los años más felices de mi vida fueron aquellos en los que fui amigo suyo. Nadie que lo conociera bien olvidará jamás la tímida y entusiasta calidez de su bienvenida si alguien lo visitaba inesperadamente. Trabajaba con regularidad, pero nunca convirtió esto en un fetiche. Ningún editor podría quejarse jamás de que entregara tarde un manuscrito. Incluso después de alcanzar la fama mundial, jamás pudo rechazar la solicitud de un artículo del editor de una pequeña revista que no podía pagar. Lo pillé dos veces, siendo el editor literario de Tribune, metiendo un billete en un sobre con el manuscrito de un poema tan malo que ni siquiera él podía publicar.
Hay un pasaje en Homenaje a Cataluña que podría considerarse un fiel retrato de la clase de hombre que era. Describe cómo, durante una tregua en el frente catalán, le ordenaron que se colocara como francotirador en una trinchera en la tierra de nadie entre las zanjas opuestas y desde ahí cazara al enemigo. Siempre que Orwell estaba a punto de escribir o decir algo preñado de sentimiento, siempre lo precedía, como si quisiera justificarse, con alguna frase común y corriente.
En este caso, comienza: “Quizás fue porque tenía frío, hambre y mucho aburrimiento y quería volver a mis líneas lo antes posible, ya que llevaba horas esperando y no había visto a nadie. Cuando de repente un hombre apareció sobre las líneas enemigas corriendo a toda prisa, sujetándose los pantalones -no llevaba cinturón ni tirantes-, de carrera hacia las letrinas.”
Orwell continúa: “Bueno, yo vine aquí a matar fascistas, y un hombre sorprendido así no es un fascista. Así que volví a mis líneas sin dispararle.”
Amaba a los buenos malos poetas: Vachel Lindsay, Kipling y Chesterton. Yo habría preferido conocerlo antes que ganar el Premio Nobel. Cuando uno lo invitaba a cenar, siempre tenía la generosidad de dejar que uno pagara la cuenta, aunque estoy seguro de que siempre llevaba dinero extra en el bolsillo por si acaso. Liaba sus propios cigarrillos con el tabaco más fuerte que encontraba; le habría gustado poder elaborar su propia cerveza. Odiaba alojarse en casas ajenas, pero le encantaba tener amigos en la suya. No sabía nada de pintura, pero sabía que no sabía nada. No creía que tener talento fuera tan importante; decía que el talento por sí solo era como una prostituta, que iría a cualquier parte donde hubiera dinero. Fumaba más de lo que bebía. Escuchaba tanto como hablaba. Amaba el aprecio de sus colegas, nunca le preocupaba la opinión ajena. Sabía quiénes eran sus colegas. Era incapaz de fingir o de buscar la aprobación del público. Amaba a Bertrand Russell, odiaba al New Statesman; a menudo intentaron en vano que escribiera para ellos. Era capaz de contar chistes contra sí mismo.
Murió la víspera de su viaje a Suiza. Yo, como muchos de sus amigos, lo visité para despedirme. En la puerta de su habitación del hospital había una pequeña ventana. Se podía mirar a través de ella y verlo antes de llamar. Esa tarde vi que se había quedado dormido. Necesitaba dormir urgentemente, le costaba conciliar el sueño. Me fui sin despertarlo, dejándole un paquete de té en la antesala. Al fin y al cabo, volvería en un par de meses y se levantaría de nuevo.
Más tarde, esa misma noche, alguien me trajo el Evening Standard, donde decía que había muerto. También decía que había sido un gran escritor inglés. Ninguna muerte me había afectado tanto desde la de mi padre. No fui a su funeral; fue un evento literario. No parece tener mucho sentido ir a un funeral a menos que, claro, no haya nadie más que pueda hacerlo. Personalmente, siempre recordaré a un hombre con tos, remendando la mesa de la cocina con un trozo de madera que había cortado de un árbol moribundo. Nunca olvidaré al marido viudo que cuidaba a su hijo huérfano. Este hombre siempre enfermo hacía que su máquina de escribir pareciera un corcel blanco. En su mano, el bolígrafo que usaba para las correcciones no podía evitar parecer una espada desenvainada. Sus médicos lo consideraban un mal paciente. Deberían haber escuchado, y probablemente lo hicieron, lo que pensaba de ellos. En su compañía, un paseo por la calle se convertía en una aventura hacia lo desconocido. De hecho, siempre habrá una Inglaterra, mientras exista, de vez en cuando, un inglés como este. En resumen, su vida fue un duelo contra la mentira; el arma que eligió, el idioma inglés.
En 1989 John Rodden escribió en College Literature: “En toda la literatura, pocos héroes son más queridos que Don Quijote; y pocos escritores modernos han sido tan apreciados como George Orwell. En gran medida, el afecto y la admiración que Orwell ha despertado en sus lectores no solo se refleja en las frecuentes comparaciones de Orwell con Don Quijote, sino que también se derivan de ellas. De hecho, parte de la popularidad y las características que se le atribuyen al Quijote se han convertido en rasgos de la reputación “quijotesca” de Orwell.
Christopher Hitchens dijo que si Lenin no hubiera acuñado la máxima “El corazón en llamas y el cerebro en hielo”, esta habría sido el lema heráldico de George Orwell, “cuya pasión y generosidad sólo fueron superadas por su desprendimiento y reserva”.
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Miguel Ángel Sánchez de Armas



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