Bellas y Airosas | Nunca olvidarás lo que hacías el día de un terremoto

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Elvira Hernández Carballido

SemMéxico, Pachuca, Hidalgo, 25 de septiembre,  2024.-Sí, yo era una niña pequeña; pero evoco con total claridad la impresión de estar moviéndome sin iniciativa propia… Esa primera vez que sentí un sismo.

Fue una mañana cuando escuché los gritos de mi mamá: 

—¡Está temblando, está temblando! 

La puerta de nuestra habitación se movía por sí sola, rechinaba como en la casa de los sustos. Mis hermanas y yo nos abrazamos, mi papá trataba de calmarnos. El foco se mecía alocado, los cortineros parecían zafarse de su lugar. Los cuadros oscilaban como péndulo de reloj acelerado. Imposible no espantarse. 

—Niñas, niñas, vamos a hincarnos, Virgen Santísima. Recen, recen, que Dios tenga piedad de nosotros —aconsejaba mi madre con gran nerviosismo. 

Puse mis manos en el pecho y oré con verdadero fervor. Mi mamá repetía una y otra vez el Padrenuestro. Entonces, llegó la calma. Largos suspiros de alivio, llanto, y el abrazo familiar que tanto necesitábamos. 

Ya en la noche, durante la cena, nos platicaron del 28 de julio de 1957, cuando un terremoto provocó la caída del Ángel de la Independencia. Fue impresionante, aseguraba mi papá, ver en la primera plana de los periódicos esa gran figura tan simbólica estar totalmente fragmentada, su bello rostro rasgado, sus alas desplumadas. 

El terremoto despertó abruptamente a toda la ciudad, eran como las dos de la mañana, calculó mi padre. Mi mamá abrazó tan fuerte a mi hermana Isabel, que casi la asfixió, estaba recién nacida y  compartía el lecho con ellos. En la oscuridad”, no olvida mi padre, “sólo se escuchaban los rezos de mi mamá”. 

Fue así como aprendí que en cada temblor debía hincarme y orar. Aunque luego mi tío René dijo que debíamos ponernos debajo del marco de una puerta para protegernos con seguridad. Empezamos a hacerlo, pero arrodilladas y orando.

En el terremoto de 1985 la voz asustada de mi madre nos despertó: 

—¡Está temblando, está temblando! 

Medio adormilada, quise ignorarla, me acurruqué entre mis colchas y la almohada. La sacudida fue terrible, en unos segundos brinqué de la cama para colocarme debajo del marco de la puerta. El movimiento era tan fatal que ni siquiera podíamos arrodillarnos, pero nos unimos con fervor a los rezos de mi mamá. 

Los tronidos de la estructura del edificio se confundían con la voz de mi papá que trataba de calmarnos: Ya está pasando, ya está pasando. Me enternecía profundamente verlo en calzoncillos y todo despeinado. Qué segundos más interminables. Rezar, sólo pienso en rezar. Rezo… 

Cuando el movimiento por fin se detuvo, tratamos de seguir con la rutina. Desayunamos. No había luz. Mi papá se fue a trabajar. A los pocos minutos regresó y empezó a gritar nuestros nombres desde abajo del edificio, vivíamos en el cuarto piso. Nos asomamos por la ventana y él, con la voz entre cortada, vociferó:

—No salgan, se cayeron muchos edificios en el centro y otros lugares de la ciudad. ¡Es una tragedia!

De inmediato buscamos nuestro viejo radio de baterías y por suerte funcionaba. Jacobo Zabludowsky confirmaba el caos. Lloramos al escuchar tantos testimonios de dolor. La vulnerabilidad del periodista se plasmó en su voz cuando informó que estaba frente a Televisa, su casa, y todo había quedado en ruinas. 

En eso llegó la luz y prendimos la tele de inmediato. No había señal en el Canal 2 ni en el 4 o el 5. En el 13 estaba López Dóriga. Se notaba molesto y regañaba a las reporteras que, asustadas, con la voz temblorosa, intentaban hacer el recuento de los daños. Las primeras imágenes nos hacen llorar: 

El edifico de Tlatelolco está derribado y se cayeron las torres de Pino Suárez. El dueño del café Súper Leche miraba atónito que su negocio era ahora un montón de escombros. En los talleres de costura del metro Chabacano las empleadas claman con indignación que no las dejan pasar a socorrer a sus compañeras atrapadas. Centro Médico parece haber sido bombardeado. No, no parece mi ciudad, parece una zona de guerra, sin rivales ni contrarios, solamente con víctimas. Es uno de los días más tristes de mi vida. 

Otro 19 de septiembre nos vuelve a sacudir, pero ahora en 2017. Nunca olvidas lo que hacías el día de un terremoto. Yo estaba en las Torres de Rectoría de mi universidad. Otra vez ese mareo, esa duda y esa certeza:

—Señor Rector, está temblando…

—Salgamos de aquí, Elvira. Debemos bajar, vamos, hay que bajarnos. Todos, todos que se bajen…

El piso siete de Rectoría se balancea como si los latidos de mi corazón soplaran iracundos sobre este edificio tan simbólico para nuestra universidad. El taconeo de nuestros zapatos resuena al ritmo de mi agitada respiración. Descendemos y los nervios me hacen mezclar las frases del Ave María y el Yo Pecador. Pero, no dejo de repetir todas las plegarias que memoricé desde niña.

Ha pasado tanto tiempo y la intuición de orar durante un sismo no he podido quitármela de encima. Es ahora mi hijo quien trata de hacernos reaccionar.

—Abuela, abuela, nada de arrodillarse, debemos evacuar el edificio. Madre, madre, afuera rezas, salgamos con cuidado de aquí…

Y yo, tomada de su mano, voy segura de que ya recé mil padres nuestros. 

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