Cómo la alegría puede trascender generaciones 

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  • El abuelo y la abuela

Cristina Salazar/ I y II de IV partes

SemMéxico, Oaxaca, 13 de agosto, 2025.- El primer carrusel que existió en Oaxaca y que recorrió muchísimos rincones del estado, fue fabricado en la mente y en el corazón de mi abuelo Natalio Salazar Pérez y su hermano Gildardo en la década de 1920. Ambos se las ingeniaron para que niñas y niños vivieran una experiencia de mágica alegría montados en caballitos de madera que subían y bajaban. Siendo pioneros en la fabricación de juegos mecánicos, supongo que nunca imaginaron el impacto que esto tendría en generaciones posteriores.

Al inicio, este carrusel era empujado con la misma fuerza de los niños mientras corrían, cosa que resultaba más divertida para quienes empujaban, que para quienes montaban un caballito. En los años subsecuentes, mi abuelo y su hermano fueron modificando la manera de hacerlo girar, gracias al ingenio compartido con otros señores y adaptarle el mecanismo de un tractor y de un molino utilizando tractolina o petróleo, para años después, habilitarlo con un motor eléctrico. Y aunque el método para generar el movimiento cambió, el gozo generado en niños y niñas jamás lo hizo, al contrario, se fue haciendo extensivo a muchos lugares del estado y creció también con la fabricación de otros juegos como la rueda de la fortuna, los platillos y las sillas voladoras. En la fabricación de estos juegos colaboró también el hermano de mi abuelita, Joel Roberth Gómez.

El carrusel fabricado por mi abuelo fue heredado por tío Toño, quien lo trabajó y cuidó con gran esmero y cariño por más de tres décadas. Aquí está en el Estadio de Beisbol de la UABJO el 20 de julio de 2019.

Fotografía: Corina Salazar Sibaja

Hace unos ocho años impartía un curso en una colonia de la ciudad de Oaxaca. Una señora de mirada afable a quien le calculé más de setenta años, de cabello negro con algunas canas, trenzado, se acercó a mí después de haberme presentado y ella escuchara mi apellido. 

—¿Qué era para usted don Natalio Salazar? 

—Mi abuelo —respondí. 

—¿De verdad? Yo conocí a su abuelo —me dijo muy contenta.

—Cuénteme de él, yo no lo conocí —le solicité con curiosidad. 

Mientras me platicaba, la señora sonreía cada vez más. Parecía que cada recuerdo jalaba hilos de sus mejillas. 

—Yo soy de San Pablo Huixtepec y cada año, su abuelo iba con sus caballitos a la fiesta de mi pueblo. Mi casa estaba enfrente de donde se ponían y yo esperaba con muchas ansias que llegaran. Era lo que más me gustaba de la fiesta. Y como la señora güera, su esposa, doña Luchita … ¿la abuelita de usted, entonces? se quedaba con sus hijos en la casa de mi madrina, pues yo me iba a casa de mi madrina y doña Luchita me dejaba subirme a los caballitos las veces que yo quería. ¿Cómo se me va a olvidar?

—Y, ¿cuántos años tenía usted? —pregunté.

Detalle de dos caras de caballeros águila talladas en madera en los asientos del carrusel. Mi abuelo Natalio nombró “Carnaval Azteca”, a la caravana de todos los juegos que fabricaba y que llevaba a las ferias en distintas comunidades del estado. Enero de 2019

Fotografía: María Cristina Salazar Acevedo.

Deteniéndose a pensar, afirmó: —Estaba yo chica, unos seis o siete. También me acuerdo de Carlos, Natalio, Beto. Eran los hijos de don Natalio y doña Luchita. 

—Mis tíos —puntualicé. 

—A ellos los conocí trabajando también en los caballitos. Llegaban, descargaban un camión y armaban el juego —prosiguió—, eran muy altos, grandotes y muy trabajadores. ¿Qué razón me da de ellos?

—Ya fallecieron —expliqué con cierta tristeza. 

—¡Pues mire, qué sorpresa encontrar a una nieta de don Natalio y doña Luchita! ¡Me da mucho gusto conocerla! 

Sentí muy bonito que alguien recordara a mi abuelo, a mi abuela y a mis tíos con tanto cariño. Llegué corriendo a platicarle a mi papá, quien todavía vivía. Y ese día, me quedé pensando … ¿Cuál es la magia que tienen “los caballitos” para dejar una huella imborrable al paso de 60 ó hasta 70 años, después de tanto tiempo? Tal vez la respuesta esté al explorar mi propia niñez y la de otras personas.

Mi amado padre Edmundo Salazar Roberth (aunque todavía no era mi papá, jeje) -de camisa a cuadros y pantalón oscuro-, con un amigo suyo -de chaleco- al pie de la rueda de la fortuna en la calle de Independencia del centro la ciudad de Oaxaca, frente al antiguo correo, en diciembre. Aproximadamente en 1958.

Fotografía: autor desconocido. Acervo personal de Edmundo Salazar Acevedo.

Ii. Los tíos, las tías y mi papá

Fiesta de la Virgen del Carmen en la ciudad de Oaxaca. Mi papá me subió al personaje de Pluto en el carrusel. Él me está sosteniendo y junto está un amigo suyo (de lentes). 28 de julio de 1969.

Fotografía: Leticia Acevedo Díaz

Mi hermana, mi hermano y yo corremos felizmente desenfrenados con todos los primos y primas a subirnos a los caballitos, pues es una hora en la que hay muy pocas personas. Éramos tal vez 15 ó 20 niñas y niños, pues en total fuimos 49 nietos. ¡Un montón, ¿verdad?!  Abuelita Lucha y tía Luchita, desde el centro del carrusel, donde se prende el motor y está el tocadiscos, autorizan nuestra subida asintiendo con su cabeza. Se escucha de fondo la melodía “Tengo el corazón contento, el corazón contento lleno de alegría. Tengo el corazón contento desde aquel momento en que llegaste a mí. Yo quisiera que sepas, papapapá, que nunca quise así, papapapá …” de Palito Ortega. Buscamos qué caballito montar, pues ya podemos subirnos solos poniendo el pie en el estribo y encaramarnos:

—¡Yo, Tom! ¡Yo, Jerry! —se escucha con gritos de gran algarabía.

—Súbete al Centauro, Cris —me dice mi hermana.

—No, ese me da miedo porque no sé si es caballo o es gente. Mejor en la cebra —le aclaro con un poco de timidez en medio de una gran expectativa.

Tener la opción de elegir el caballito es maravilloso. Se acercan tío Carlos, tío Toño y mi papá. Revisan que estemos bien sentados.

—Se detienen del tubo. No vayan a querer bajarse cuando está en movimiento. Tienen que esperar a que se detenga totalmente el carrusel para bajarse, pues si no, se pueden caer —indican claramente, con suavidad y firmeza al mismo tiempo.

Es una gran emoción esperar que el juego se ponga en marcha. Ya quiero que arranque. Siento un sudor en las manos. Mientras sigue sonando “Tú eres lo más lindo de mi vida, aunque yo no te lo diga, aunque yo no te lo diga. Si tú no estás yo no tengo alegría, yo te extraño de noche, yo te extraño de día …” escucho cómo va arrancando el motor y todo el juego comienza a moverse. La sensación de subir y bajar, rítmicamente, sin caerse, es fantástica. Me siento muy feliz. Miro hacia arriba y veo cómo hay “fierros” que suben y bajan y maderos de color amarillo y blanco. Volteo a ver hacia el centro del carrusel y estiro las manos, quisiera alcanzar las pinturas, me dan ganas de tocarlas. Hay pájaros de muchos colores en ellas, parece que están vivos pues las plumas parecen de verdad. Recuerdo que, en el patio de la casa, tío Toño los estuvo pintando durante muchas horas sobre una tela aterciopelada con unas pinturas como pasta de dientes. Me encanto viendo los cuadros coloridos y saludando con las manos a mis hermanos y a mis primas y primos que se encuentran repartidos por todo el carrusel. Desde afuera, tío Carlos, tío Talo, tío Toño, tía Luchita, tía Soco, tía Vicko y mi papá nos van diciendo adiós con las manos y haciéndonos señas de que nos sujetemos bien del tubo central del caballito. Todo es alegría hasta que nos indican que hay muchas personas que esperan subirse y tenemos que bajarnos.

Fiesta de la Virgen de Guadalupe. Mi hermana Ángela (en el asiento de atrás) y yo en los avioncitos construidos por mis tíos y mi papá. 12 de diciembre de 1972.

Fotografía: Autor desconocido. Acervo personal de María Cristina Salazar Acevedo

Al cierre del 2024 una joven señora de Santo Domingo Barrio Bajo, Etla, platicaba conmigo mientras la voz se le quebraba:

—Los mejores recuerdos de mi niñez son en los jueguitos. Para una niña como yo y para mi hermano, que no teníamos recursos, el poder subirnos a un juego significaba mucho. Era un momento muy especial, de mucha felicidad. Le doy gracias a Dios que tu papá siempre nos dejó subir. Nunca lo voy a olvidar —me confiesa.

También siento un nudo en la garganta. Yo tampoco quiero olvidar.

Mi prima July Montiel Salazar (sudadera de Mickey) y yo durante las vacaciones de julio a agosto en el patio de la casa de mi abuelita en el juego “Musical”, mientras lo estaban construyendo. Aproximadamente en 1983.

Fotografía: Autor desconocido. Acervo personal de María Cristina Salazar Acevedo. 

Continuará…

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