El día que marcó a México: así fue vivir el sismo del 19 de septiembre de 1985

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  • Caos, miedo, incertidumbre, y la implacable realidad de una ciudad destruida por el sismo que marcó a México
  • Así fue vivir el 19 de septiembre de 1985

Alejandro Jiménez
SemMéxico/El Sol de México, Ciudad de México, 19 de septiembre, 2025.- Siete de la mañana. En la cocina desayuno antes de irme a la universidad. Mi papá y mi hermano siguen dormidos. Preparo mentalmente mi ruta habitual: de la colonia Industrial, en el norte de la Ciudad de México, a la UAM Xochimilco, pasando antes por mi entonces novia para llevarla al colegio Princess, en el Eje 7 Sur, Zapata.

De pronto todo se estremece. Trato de llegar a los cuartos y encuentro a mi hermano y a mi papá asustados. No pensamos en salir de casa, sino en aguantar. Pero no pasa. Sigue. Oscilatorio primero, trepidatorio después. Muy largo. Caen objetos del librero y del juguetero, piezas de porcelana que eran de mi mamá. Gran susto. Se va la luz. Al abrir la puerta, nadie en la calle: todos en sus casas. Ya pasó… “Estuvo fuerte…”, “el peor que he sentido en mi vida”, dice mi papá.

seguimos. Sin saber qué había ocurrido en la ciudad, salgo y me subo al Malibú setentero, de segundo o tercer uso, que tenía para ir a la universidad. Empiezo a ver vecinos en la calle, conversando, compartiendo su experiencia. Mi mantra en ese momento es: “ya pasó…”.

Recojo a mi novia, que vivía a tres cuadras, y tomo la calzada Misterios hacia el centro. Al llegar al Eje 2, Manuel González, nos desvían: no hay paso por Tlatelolco. “Algo” impide seguir. Veo los primeros signos de alarma y gente corriendo. No se alcanza a distinguir qué ocurre más adelante. Rodeamos por el eje de Guerrero. Muchos autos. Avanzamos dentro de la colonia Guerrero. Comienzo a sentir la crispación. Tráfico detenido.

Llegar a la colonia Tabacalera es comenzar a dimensionar lo sucedidoLo primero que veo se mantiene vívido en mi memoria hasta hoy: un edificio inclinado, sin pared, con cortinas y sillas de oficina en el borde sin caer, papeles volando. Olor a gas. Personas cruzando como zombies las calles. “¡Mira, ese lleva sangre en la cabeza!”.

Pongo el radio y me sumo al caos: “Que se cayó Televisa. Que se vino abajo el edificio Nuevo León en Tlatelolco —por eso no pasábamos—. Que en la Condesa hay gente atrapada. Que en la Roma cayeron, de menos, cuatro edificios en una sola cuadra”. Locutores asustados, sin información confirmada, repiten rumores que alguien les contó antes de llegar a la estación. Pocas líneas telefónicas funcionan. “Fue como si hubiera caído una bomba”, dice uno, en evidente estado de shock.

Avanzamos lentamente hasta la entonces glorieta del Caballito, donde confluyen Reforma, Juárez y Bucareli. El caos vehicular es total. Quedamos detenidos. “¡Allá se cayó un edificio (el hotel Regis)!”. Lo vemos humear.

“No vamos a poder pasar… no hay forma…”. Pero sí logramos avanzar hacia Bucareli, rumbo al eje de Cuauhtémoc. Vemos tres edificios derrumbados antes de llegar al café La Habana. “Ojalá no hubiera gente a esa hora…”, decimos, sabiendo que era casi imposible.

Siento en la llanta las piedras de los edificios. Vamos lentos. Se nos acaban las palabras para describir lo que vemos.

Llegar al cruce con avenida Chapultepec es entrar a otra dimensión. Del lado derecho, en ruinas, uno de los edificios de Radio Fórmula, donde meses antes había entrevistado al jefe de información para un trabajo escolar. “Seguro había gente. Ahí están las cabinas, al menos los operadores”, pienso. Más tarde supimos del fallecimiento de los conductores del programa Batas, Pijamas y Pantuflas y de otros que, atrapados durante días, lograron sobrevivir.

Trato de regresar al norte de la ciudad, pero no hay forma. Caos vehicular. Autos en sentido contrario. Edificios derrumbados bloquean calles. Sigo hacia el sur a vuelta de rueda. La constante: gente corriendo. Algunos, cubiertos de polvo.

De pronto, a la izquierda, aparece el edificio de la Secretaría de Comercio derrumbado como pastel. Sigo sintiendo piedras bajo el auto. Los coches rodeamos grandes montones de cascajo que obstruyen la avenida. Un muro caído, el suelo levantado. Escuchamos lamentos.

Avanzamos en fila india. De la nada surge una enfermera vestida de blanco, en estado de histeria. Me ruega: “¡Llévenme al Centro Médico! ¡Los bebés de mi cunero están ahí!”. Sin preguntar más se sube al auto. Vamos callados. Más adelante grita: “¡No lo veo! ¡No veo el Centro Médico! ¿Dónde está la torre…?”. Se baja a correr entre autos detenidos hacia un lugar que pronto supimos ya no existía. Sólo humo y polvo por todos lados.

El tráfico se despeja pasando el Viaducto, al que tampoco se puede ingresar. Intento entrar a la lateral para regresar, pero un edificio entero yace en el suelo. Un cubo surrealista, arrancado de raíz. Gente rodeándolo sin saber qué hacer.

Me regreso en sentido contrario hacia Cuauhtémoc, pasando por el estadio de béisbol (hoy Plaza Parque Delta), que días después sería la gran morgue para los cadáveres.

Más adelante se siente menos caos. Una zona de la ciudad menos golpeada. Sin semáforos ni luz. Seguimos hasta el Eje 7 Zapata. Llegamos al colegio Princess cerca de las once. Sólo está un conserje consternado. Varias maestras no aparecen. En el recuento posterior, una de ellas había muerto al colapsar su edificio.

Llegar a la UAM ya no tenía sentido. En el Toks de División del Norte, junto al Parque de los Venados, logro usar un teléfono público y hablar a casa. Le cuento todo a mi papá y no me cree. No sabe nada porque no había luz, ni televisión ni radio. No dimensiona. “Es que eres muy impresionable…”, me dice.

El dilema es por dónde regresar. El Centro no es opción. Quizá el Circuito Interior hacia el norte: “¿Y si los puentes se cayeron?, ¿y si está saturado?”. Todo es posible. Lo tomo con reservas. Va extrañamente vacío. Desde lo alto de los puentes se ven columnas de humo por todos lados. Unas grises, otras negras. Me rebasa un auto rojo a gran velocidad con las luces encendidas. Yo sigo lento y, para nuestra sorpresa, llegamos hasta Insurgentes Norte y de ahí a la colonia Industrial.

Ya en casa. Sólo hasta la tarde conseguimos un radio de pilas. Ahí escuchamos la magnitud de la devastación. No sé quién conduce el noticiero, pero describe cómo gente sin casa, o con miedo de quedarse en la suya, va al Zócalo, como para refugiarse o pedir ayuda a un gobierno ausente. Cae ligera lluvia.

Surgen peticiones de ayuda y solidaridad: mantas, agua, comida. Centros de acopio ciudadano espontáneos se instalan en la ciudad. Noche de nervios. Nadie duerme tranquilo.

Al día siguiente, la parálisis. Ya hay luz y se confirman varias cosas: en efecto, Televisa se cayó; transmite desde un estudio improvisado. Mi papá y mi hermano dimensionan lo ocurrido. Comenzamos a buscar familiares. Más teléfonos funcionan. Todos bien.

Por la tarde-noche, mi hermano y yo visitamos a nuestro vecino y amigo de infancia Gabriel, en la calle Victoria. Conversamos con su mamá cuando, de repente, la réplica. Implacable. La casa se inclina de lado a lado. Estoy seguro de que caerá. No cae, pero queda dañada. Corremos a nuestra casa, en Huasteca. Se va la luz otra vez. Autos circulan a toda velocidad con luces encendidas, cruzando calles sin precaución. “Van a atropellar a alguien…”, temo.

Nuevo susto. Nueva noche en penumbras. Miedo de que se repita y nos caiga todo encima. Después de lo visto, ya todo es posible.

Al día siguiente, intento salir de la parálisis. Me reporto al Instituto Mexicano de la Radio, donde hacía mi servicio social. Nadie responde. Busco en su casa a mi jefe, Eduardo Peltier. Lo encuentro de casualidad. “Nuestro edificio en la calle de Córdoba, en la Roma, se cayó. Tuvimos suerte; si hubiéramos estado ahí a la hora del temblor, ahí nos quedamos… Vente al edificio central, en Margaritas, colonia Florida. Necesitamos apoyo, voluntarios…”.

Cuelgo y noto el temblor, pero ahora en mi mano, imaginando el edificio de Córdoba caído. Ahí se perdieron once grabaciones con músicos de la Época de Oro del cine nacional a quienes había entrevistado para una serie radiofónica. Perdí las grabaciones, pero no la vida.

Llego al IMER y la primera orden es ir al Foro 2 de Televisa San Ángel a contestar teléfonos. Todo el espacio estaba acondicionado para recibir llamadas de auxilio o búsqueda de personas en hospitales. Los teléfonos no dejan de sonar. Reportan fugas de gas, familiares desaparecidos, falta de servicios funerarios, ofrecimientos de voluntariado. Desesperación. Drama. Tras cada llamada, queda la sensación de no estar ayudando lo suficiente.

Algunas llamadas me marcan. Una mujer me cuenta que su hijo y ella pasaron el primer temblor en casaAl día siguienteél, de 19 años, se unió a una brigada vecinal para llevar comida y ayuda. Ahí lo tomó la réplica. Desde entonces no sabe nada. Llevaba 36 horas de angustia. Me da su nombre. Lo busco en las listas de heridos. No aparece. Llora desconsolada, sin rumbo. Nunca supe qué pasó con él.

Otra llamada es de un hombre que me narra su vida, desde Papantla, Veracruz, hasta la Ciudad de México, donde es comerciante. Lo dice todo en tono neutro. Le pregunto si busca a alguien, si su casa está bien, si necesita ayuda. No. Después de 40 minutos me da las gracias por escucharlo y cuelga. Así, nada más.

Así pasaron cinco días hasta que nos dijeron que regresáramos a casa a descansar, que la emergencia disminuía y que las autoridades comenzaban, una semana después, a involucrarse.

Antes de irnos, una brigada de psicólogos de la UNAM nos entrevista individualmente sobre lo vivido, nuestras familias, dónde nos tomó el temblor y la réplica, cómo nos sentimos atendiendo llamadas de personas en situaciones límite.

Me atiende una muchacha de mi edad. Le cuento todo, con calma. Ella pregunta mucho y yo respondo todo.

–¿Has sentido miedo?


–Sí, mucho.


–¿Has llorado?


–No.

Me diagnostica estrés postraumático. Que debo sacar mis sentimientos. Me parece exagerado. Tengo hambre, ya quiero irme.

Llego a casa y te prometo que lo cuento todo”, le dije.

Me tardé 40 años, pero ya estoy cumpliendo al contarlo.

SEM-El Sol de México/aj

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Homenaje a las Costureras del 19 de septiembre, 1985.



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A partir de este domingo 2 de marzo ofrecemos: una retrospectiva, a 50 años de la primera conferencia mundial de la mujer que se celebró en México, de los 30 años de la IV Conferencia Mundial de la Mujer, Beijing 1995 y todo lo que sucede y está sucediendo alrededor del 8M.


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