Florencio Salazar
Es tiempo de pasar página hacia la esperanza. Es tiempo de pasar página hacia la justicia.
Barak Obama.
La literatura se divide en dos grandes ramas: la poética y la retórica. Esta última se ocupa de la expresión oral o escrita que tiene por objeto convencer con sólidos argumentos y conmover con la belleza de su expresión: el discurso. Sin embargo, la calidad del discurso ha disminuido de manera drástica. De manera usual se llama “discurso” a las palabras dichas en público por motivos políticos, cívicos, sociales, religiosos y fúnebres. Se ignora que el discurso es una composición literaria que tiene sus partes: introducción, exposición, tesis, reiteración, exhorto y conclusión. Esta composición no es rígida, pero sus diversas variantes mantienen su esencia.
El orador es como el poeta, el cronista, el ensayista y el autor de ficciones. Cada discurso debe ser una creación literaria. De ahí que consumados oradores insistan en que el discurso improvisado es el que se prepara con antelación. El orador al escribir su discurso hace acopio del conocimiento sobre el tema, la forma de su composición y el ejercicio de sus atributos personales para su pronunciación. Es decir, el orador estudia, se prepara y usa sus conocimientos técnicos, informativos y culturales para componer la obra según los cánones de la retórica, que ha transformado sus formas con el tiempo.
El discurso discurre sobre líneas expresivas y tiene la finalidad de convencer a quienes lo escuchen. Por ello, a la forma y contenido del discurso debe agregarse la elocuencia del expositor y su lenguaje corporal. Es decir, el estilo que proyecta el tribuno.
Sin conocimiento de la retórica y de los diferentes recursos que ofrece, como la metáfora, la comparación, la metonimia, hipérbole, oxímoron, hipérbaton, elipsis, entre otros muchos, acaso solo se podrá escuchar un discurso vacuo. El propósito de estos giros es embellecer el lenguaje, de manera que la expresión oral tenga cadencia, ritmo y contundencia. Consecuentemente, el orador debe poseer, además del conocimiento, la lealtad de la memoria, la subconsciente y la profunda. Pero obsérvese que la memoria no es para memorizar plagios o escritos cuyo contenido ignore el exponente. El discurso debe tener estructura lógica y sobre el eje centralizador del texto las expresiones que le den fuerza y galanura. Por ello, convendría –al redactar un discurso– contestar las siguientes preguntas: cuál será la significativa introducción, cuál el tema y la forma de su planteamiento, qué recursos va a utilizar para expresarse con claridad y belleza y de qué manera habrá de concluir para convencer sobre su dicho, que debe estar soportado en hechos, argumentos y verdad.
Como dijo Pascal: “Y si he escrito esta carta tan larga, ha sido porque no he tenido tiempo de hacerla más corta”. La razón es obvia: para hablar mucho lo único que se necesita es hablar y hablar aunque no se diga nada. Por el contrario, usar los tiempos medidos del debate parlamentario –por ejemplo– exige ser preciso, claro y breve.
El orador debe tener capacidad de improvisación. No hay contradicción con lo ya escrito. La interrupción del público, la introducción de expresiones necesarias en el momento o, incluso, para tener conectividad cuando se llega a olvidar alguna parte del discurso. Para que esto ocurra –hay que insistir– se debe tener conocimiento del tema y del uso de los recursos literarios, históricos, geográficos, y de todo aquello que debe saber, conocer, intuir, interpretar y relacionar, el orador. Y acompañarse de una serie de fichas mentales para el caso.
Otro aspecto fundamental en el orador es su personalidad: su empatía, pulcritud y el muy importante lenguaje gestual. Hay dos ejemplos aleccionadores: en el debate presidencial entre Nixon y Kennedy, el 26 de septiembre de 1960, quienes lo escucharon por radio dijeron que Nixon se había impuesto; pero aquellos que lo vieron en televisión –utilizada por vez primera– dieron el triunfo a Kennedy. ¿Por qué la diferencia de opiniones? Los radioescuchas elogiaron a un Nixon estadista con su experiencia de ocho años de vicepresidente con Dwight D. Eisenhower. En cambio, aquellos que lo vieron en la pantalla observaron a un Nixon cansado, con una barba oscureciéndole el rostro. Era barbicerrado –se rasuraba dos veces al día– y el día del debate decidió no hacerlo. Kennedy, por el contrario, tenía una imagen fresca, atractiva y rozagante.
Seguramente Nixon fue mejor, pero lo derrotó su imagen. El caso más reciente es el de Barak Obama, que se impuso dentro del Partido Demócrata a la experimentada senadora Hillary Clinton y venció en las elecciones al republicano John McCain.
Obama se entrena leyendo libros en voz alta, prepara un guión del discurso, utiliza un lenguaje fluido, dirige su mirada hacia todos los sectores donde está ubicada la audiencia, sube y baja el tono de su vozsegún el momento, respira correctamente por la nariz y evita las frases muy largas; si está de pie sepasea con moderación sin poner las manos en la espalda ni dentro de la bolsa del saco o pantalón; si seencuentra sentado, no se apoya ni reclina en la mesa ni oculta las manos, no se toca la nariz ni se tapala boca. En síntesis, es seguro, directo, elocuente y elegante. (El método Obama, Rupert L. Swan,Debolsillo).
Los mandatarios de Estados Unidos tienen equipos responsables de la redacción de sus discursos.
Unos escriben el contenido, otros le dan forma y otros más se encargan de verificarque correspondanal estilo del jefe. Los estadistas no disponen de tiempo para escribir sus discursos, pero ellos señalan el propósito y lo que quieren decir. Los revisan, corrigen y otorgan su aprobación final.
Recientemente escuché la “conferencia” de un conocido presentador de televisión .Jamás había oído tantas barbaridades juntas con tal pobreza de lenguaje. Pero él se ufanó de sus “conocimientos” que le permitían dar esa “conferencia” sin la necesidad de usar nota alguna, lo cual se notó, por supuesto. El orador tiene una misión: educar, orientar, dirigir. No confundir su posible histrionismo ni la seguridad de los reflectores con el conocimiento. Tampoco los malos chistes con sabiduría.
La palabra es de quien la cultiva.