(por el 15 de octubre, Día Internacional de las Mujeres Rurales)
Olimpia Flores Ortiz
SemMéxico, Zaachila, Oaxaca, 1º. de noviembre , 2021. La normalización de la violencia hacia las mujeres del campo ha de combatirse desmontando la ideología religiosa del sometimiento.
Las mujeres rurales representan 29% de la fuerza laboral y son responsables de la mitad de la producción de alimentos. Pero 13 millones (40% de ellas no tienen ingresos propios por las actividades que realizan. | 3 millones de mujeres de los pueblos originarios en México viven en el medio rural y la mitad no tiene acceso a la educación. |
1 de cada 4 mujeres rurales entra en unión conyugal antes de cumplir la minoría de edad y los embarazos adolescentes son más frecuentes en áreas rurales que en urbanas. | En un ejercicio estadístico realizado por el INMUJERES se estimó que, en 2018, ocurrieron 119 DFPH[1] en algún municipio predominantemente indígena, es decir, 3.4% del total de asesinatos de mujeres en ese año. |
NO HAY REGISTROS ESPECÍFICOS SOBRE LA VIOLENCIA CONYUGAL Y LOS FEMINICIDIOS EN EL ÁMBITO RURAL, el dato demográfico es por demarcación política; se diluyen los factores étnico-geográfico-culturales para el análisis. |
Fuentes: Coalición internacional por el Derecho a la Tierra. RIMISIP, Gobierno de México, Inmujeres, Congreso Agrario Permanente
El campo se ha movido durante las últimas tres décadas y por ello, también la dinámica de las violencias que se ciernen sobre las mujeres. Salen más de sus casas a trabajar y con ello nuevas formas de opresión y de discriminación, las laborales y las racistas respectivamente. Pero también la conyugal, porque el varón que se siente desplazado de su función proveedora, va a sentirse degradado en su condición masculina lo que le lleva a la violencia incluso letal.
Los flujos migratorios y su vaivén marcan el ritmo de la vida de la mujer que permanece a la espera, -la que puede llegar a ser eterna; pero ella no podrá disponer de la tierra que trabaja y de la que jamás detentará la titularidad porque el hombre migrante podrá formar otra familia en el norte y abandonarla a su suerte, pero no renunciará a su patrimonio; y de ceder los derechos, en primera instancia estarán sus hijos varones. O volverá y reclamará.
Una de las violencias más poderosas es la que ejerce la comunidad sobre las mujeres cuyos hombres han emigrado. Mientras dure la ausencia del señor la mujer quedará bajo la vigilancia directa de la familia política y la observación rectora de la comunidad sobre todo en cuanto a su conducta sexual, en la que radica el honor del ausente.
O, cuando el hombre vuelve, no siempre después de haberse ocupado de la manutención de la familia que dejó a la espera, desplaza a la mujer del poder de decisión y vuelve adueñarse de todo: la tierra, el producto, aunque ella también participe en el trabajo productivo.
Sin embargo, esa ausencia de hombres en las comunidades y estos tiempos que llaman a empoderarse, han propiciado mayor participación de las mujeres en las decisiones de la comunidad, ocupando incluso las posiciones de representación, por lo que la violencia política por razones de género se ha puesto a la orden del día.
La reacción paradójica y generalizada ante este avance es la presión social por retener a las mujeres en los roles de género tradicionales, por lo que la violencia política de la que sean víctimas, se la van a dirigir hacia sus vulnerabilidades como mujer: amenazar con hacer daño a su familia; o difamarla moralmente; cuando no agresiones directas e incluso el feminicidio político.
Es decir que la competencia política se va a cifrar en disminuirla por ser mujer hasta las últimas consecuencias. El chisme, esa plaga que se come a las comunidades, es un medio efectivo de campañas negras en contra de las mujeres en las comunidades del campo, ya sean mestizas, indígenas o afrodescendientes; y serán para colmo las mujeres de la comunidad las que más se ensañen.
Añadan la brecha digital que se ha potenciado al cuadrado y al cubo a partir de la pandemia y el papel que juegan las tecnologías en todas las actividades humanas de la actualidad.
¿En ese mosaico de situaciones diferenciadas que es el ámbito rural mexicano, cuál es el común denominador por el que se resiste el campo al empoderamiento económico de las mujeres rurales?
Son sus creencias. Ahí está el ancla. Es decir, las tradiciones y costumbres que derivan de un pensamiento religioso y atávico que domina a todos las esferas de interacción de las comunidades. Hay una cultura de género hegemónica que fundamenta el constreñimiento de los roles de género y por la que se explica la violencia contra las mujeres como una práctica normalizada y generalizada.
Tomás de Aquino, doctor de la Iglesia Católica. SXIII sostuvo que “En lo que se refiere a la naturaleza del individuo, la mujer es defectuosa y mal nacida”. Y cómo no, si en el Génesis irrumpimos como un defecto de Adán porque Eva fue creada de su costado y no de barro a imagen y semejanza de su Dios Creador. Allí está el origen de la discriminación, de los roles y estereotipos de género y la división sexual del trabajo.
Expulsados del Paraíso por el Dios colérico e implacable, ante la osadía de Eva (vehículo del mal) de convidar a Adán a comer del fruto prohibido que no es otro que el del Conocimiento, al que, según el Plan Divino, la humanidad no tiene derecho a acceder, conformándose nada más con practicar una fe incondicional y una obediencia plena, sucedáneos de la Verdad y el Poder de decisión.
Luego vendría la virtuosidad mariana, basada en el sacrificio y la abstinencia sexual con la que siempre se está en falta.
El proceso de las mujeres rurales en pos de empoderarse, implica una conmoción subjetiva de los mecanismos que la sujetan, en un continuo desanudar y volver a desanudar, porque se involucran el cuerpo y el alma en todas sus circunstancias; y en ese camino tropiezan con las otras como espejo y la necesidad gregaria, camino accidentado pero esperanzador -o tal vez con la rivalidad que le sirve al sistema patriarcal y que no tiene destino.
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