Juego de Ojos| Rebelión en la granja

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Miguel Ángel Sánchez de Armas

SemMéxico, Ciudad de México, 3 de noviembre, 2025.- A la mitad del siglo XX, cuando Europa barría los escombros de la guerra y la propaganda seguía encendida, un pequeño libro cuestionó la supuesta cordialidad de los aliados victoriosos con una fábula brutalmente simple: los animales de una granja se rebelan, expulsan a un amo abusivo y explotador, proclaman una república animal en donde todas las bestias son iguales y una doctrina, el animalismo, que da soporte ideológico a su aspiración de libertad … y terminan dominados por un nuevo amo, más astuto y más cínico, que si bien tiene cuatro patas, es una calca ideológica del antiguo explotador humano.

Ochenta años después de su primera edición, Rebelión en la granja entra y sale a escena en temporadas de polarización y halla nuevos lectores cada vez que un gobierno o una empresa, o un partido, o un sindicato, o un Senador de la República, en nuestro caso, decide que la ley es una sugerencia sujeta a “circunstancias extraordinarias”. No es casual que su vigencia crezca cuando el lenguaje público se llena de neblina. Hoy mismo, en este 2025, es el libro más buscado en el mercado negro cubanoy alcanza altísimos precios. Podríamos venderles ediciones y ahorrarnos el petróleo.

George Orwell escribió la novela entre finales de 1943 y los primeros meses de 1944, cuando la Unión Soviética era todavía un aliado contra el nacionalsocialismo y pocos se atrevían a criticar al paraíso de los trabajadores.

Ponerla en circulación era un riesgo editorial, pero el modesto sello Secker & Warburg la publicó el 17 de agosto de 1945 y le añadió un subtítulo que hoy vale la pena recordar: Un cuento de hadas. Esa fue desde luego una provocación: no hay hadas en la narración; lo que encontramos es una mecánica de poder expuesta con la frialdad de una vivisección.

Lo esencial del libro cabe en cuatro trazos. Uno: una comunidad animal maltratada se rebela y funda un orden nuevo, con un catecismo claro, los “Siete Mandamientos del Animalismo”, resumidos en una promesa luminosa: “Todos los animales son iguales”. Dos: la dirección de la revolución, asumida por cerdos inteligentes y pragmáticos, descubre pronto que administrar exige privilegios, y que el lenguaje es una herramienta para corregir la memoria. Tres: la promesa se erosiona a golpes de excepción, miedo y hambre, hasta que queda la línea más indecente del libro: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”… es decir los de la clase porcina. Cuatro: la clase dominante se mantiene en el poder gracias a una manada de mastines cuya educación fue confiada a los puercos desde que eran cachorros.

La novela no necesitó nombrar a Trotsky para que se viera caricaturizado en “Bola de nieve”, el más inteligente de los marranos, expulsado por la nomenklatura; no necesitó explicitar “estalinismo” para reconocer en el cerdo “Napoleón” al caudillismo más manipulador que inteligente, más burocrático que eficaz; tampoco alude a “medios de comunicación” para que entendiéramos que “Squealer”, el cochi vocinglero, es la voz oficial que convierte la derrota en victoria y el abuso en sacrificio patriótico.

Orwell sabía de lo que hablaba. Había visto en España cómo una revolución podía pudrirse desde adentro, y en la BBC aprendió el peso específico de la palabra repetida con método. Por eso Rebelión en la granja no es una caricatura del comunismo a secas sino un manual de síntomas: la subordinación de la verdad al partido, el chantaje del enemigo externo, la contabilidad creativa de las cosechas, el juramento de austeridad en boca del comité bien alimentado.

Donde haya poder concentrado, habrá un “Squealer” calibrando adjetivos y adverbios, un departamento dispuesto a tachar y reescribir el pasado para que el presente sea impecable, una clase política que proclama la frugalidad y la honestidad mientras en el primer círculo los favoritos se visten de pashas orientales y pisotean leyes y principios como en jarabe tapatío. Quien crea que ese vicio pertenece al siglo XX no se ha percatado del XXl: la receta sigue vigente y se ejecuta con pantallas más grandes, métricas más finas y un ejército de cuentas anónimas.

Hubo quien consideró el libro “demasiado obvio”. La objeción dice más de la época que de la obra. La obviedad es virtud cuando el clima cultural prefiere la cortesía a la lucidez. En 1946 el subtítulo “cuento de hadas” cayó de la portada y el librito siguió su marcha: se ha traducido a más de 70 idiomas, se han publicados 11 millones de copias registradas y las ediciones legales y piratas se estiman entre algunos cientos y algunos miles. La novela ha sido llevada al cine, al teatro y a los comics. Su fortuna no obedece sólo al paralelismo soviético y a su caricatura del “padrecito Stalin”, tan venerado incluso en México, sino a que dibuja un arco universal: revolución–institucionalización–traición; ideal–gestión–jerarquía; hambre–trabajo–privilegio.

La frase “más iguales” se convirtió en una alarma que suena cada vez que una autoridad invoca la igualdad mientras reclama prerrogativas que la niegan. Esa es la eficacia de la obra: invalida el eufemismo. Cuando un régimen decide que ciertos procedimientos aplican para todos, salvo para quienes “cargan con responsabilidades especiales”, ahí vemos la granja.

Cuando un gobierno atribuye la penuria a la vecindad hostil y promete que el próximo ciclo sí habrá abundancia, ahí está el subterfugio. Cuando se reescribe el reglamento con tinta invisible a medianoche, ahí está la manipulación de leyes y reglamentos. Y cuando la prensa oficial convierte el retroceso en “ajuste estratégico”, ahí se escucha de nuevo a “Squealer”, tan moderno como siempre. Nadie se libra del síndrome de la granja: cuando conviene, todos descubrimos el talento para ajustar mandamientos. Y si alguien protesta, siempre habrá mastines -uniformados o de civil- recordándole que hay prioridades superiores.

En Rebelión en la granja cada frase contiene una idea simple: el poder necesita espejos y coros. Cuando los consigue, se multiplica; cuando se los niegan, pierde aura. Podríamos actualizar el reparto para nuestra época. “Napoleón” ya no necesita perros de ataque: le basta una granja digital que triture reputaciones. “Squealer” no requiere un altavoz: tiene conferencias diarias, vocerías rotativas, cuentas verificadas y un océano de bots dispuestos a convertir en trending las medias verdades. Y los vecinos, esos granjeros humanos con los que al final los puercos establecen una alianza, son los socios, los acreedores, los organismos, los aliados de conveniencia. A todos se les puede explicar que aquí no hay contradicción: sólo “madurez institucional”.

Orwell murió en 1950, poco después de publicar 1984. Nos dejó dos advertencias complementarias. Una: el totalitarismo puede hacerse con la verdad borrando palabras y reescribiendo el pasado hasta volverlo un pantano. Dos: la revolución, si no se cuida de sí misma, se vuelve administración de privilegios. Rebelión en la granja es el prólogo de ese par. No es una parábola sobre “los otros”: es un espejo portátil.

Toda época necesita un antídoto; la economía verbal de Orwell sigue funcionando. Si la igualdad es de verdad, no admite superlativos. Si es “más igual”, ya sabemos dónde estamos.

En palabras de Ángel de la O: “Rebelión en la granja sigue siendo una de las parábolas políticas más incisivas del siglo XX. Bajo la apariencia de una fábula rural, Orwell retrató el destino de toda revolución traicionada por sus propios profetas: la sustitución de un amo por otro, la corrupción del lenguaje y la conversión del ideal en consigna. Cada animal, cada consigna pintada en el granero, es una advertencia sobre el poder y su capacidad para deformar la verdad. Más allá de la sátira al estalinismo, la obra conserva un filo universal: muestra cómo los pueblos, deslumbrados por la retórica de la igualdad, pueden acabar celebrando la servidumbre. En esa parábola amarga, el cerdo que camina erguido es la imagen final de la historia política moderna.”

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Homenaje a las Costureras del 19 de septiembre, 1985.



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