Morena, el partido oficialista que perdió su mística

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Un partido sin ética, sin control y sin futuro, gobernando un país que empieza a darse cuenta de que la esperanza no era un proyecto: era un espejismo.

Miguel Ángel Romero Ramírez

SemMéxico, Cd. de México, 7 de mayo, 2025.- La política no se sostiene solo con instituciones, sino con relatos. Toda fuerza que irrumpe en el poder necesita dotarse de una mística: una explicación moral de su existencia, una épica que distinga a los justos de los corruptos, un guion que convierta la administración del Estado en la continuidad de una batalla histórica. Morena lo entendió como pocos. Durante más de una década tejió una narrativa donde Andrés Manuel López Obrador era mucho más que un político: era el hombre que había esperado la historia para refundar la República.

La mística funcionó. No porque fuera verdadera, sino porque encontró los resortes necesarios para funcionar. Convenció a millones de personas de que no había contradicciones internas, sino enemigos externos; que no existía corrupción dentro del movimiento, sino infiltración de adversarios; que todo abuso era, en realidad, una forma de justicia histórica. Morena no era un partido. Era un mandato divino. Y AMLO, su profeta.

Pero las místicas, cuando no se institucionalizan, se desintegran con quien las encarnó. Hoy, lo que queda de esa historia fundacional es poco más que un cascarón. Una estructura sin alma. Y un país gobernado por un partido sin principios, sin límites y -sobre todo- sin liderazgo.

La presidenta Claudia Sheinbaum es la demostración viva de que la mística era, en el fondo, personalista. Formalmente, lidera la nación. Políticamente, está aislada, sitiada por una nomenklatura que la rebasa en todos los frentes. En su gabinete coexisten operadores históricos del obradorismo con nuevos cuadros que responden a intereses territoriales, económicos o incluso criminales. En el Congreso, su bancada ya no obedece una línea, sino decenas de microlealtades que se cruzan y se neutralizan. Y en las entidades, los gobernadores morenistas se comportan como virreyes autónomos, más atentos a sus propias redes de poder que al proyecto nacional.

No hay dirección. No hay disciplina. No hay principio que funcione como ancla común. La presidenta habla, «sugiere» pero no manda. Observa, pero no impone. Su autoridad se diluye en el mar de cuotas, pactos y silencios que rige hoy a Morena.

La evidencia de ese desgobierno está en los hechos, no en la retórica. Adrián Rubalcava, exalcalde priista de Cuajimalpa, con múltiples señalamientos por vínculos criminales, fue premiado con la dirección del Metro de la Ciudad de México. ¿Quién lo puso ahí? ¿Qué lógica lo justifica? Nadie lo explica. Nadie lo asume. Solo se impone. Como si no hiciera falta responder ante nadie.

En Sinaloa, el gobernador Rubén Rocha Moya es el encargado de pacificar la entidad cuando ha sido acusado de proteger y mantener relaciones opacas con el Cartel de drogas más poderoso a nivel internacional y cuyos cabecillas son procesados en territorio estadounidense. ¿Paz o pacto? ¿Limpieza social? ¿Con qué fracción opera el gobernador? Preguntas que nadie en el partido quiere formular.

Y luego está Veracruz, e donde Rocío Nahle gobierna sin oposición efectiva, mientras su yerno recibe sin licitación más de mil millones de pesos por parte del IMSS para compra de medicamentos para tratar la diabetes y el cáncer con sobreprecios de hasta 800%. ¿Desde dónde se lidera el «movimiento» ahora que AMLO no está? El viejo mantra de «no mentir, no robar, no traicionar» se ha convertido en una muletilla vacía sin consecuencias, sin vigilancia y sin ética.

La degradación no es anecdótica. Es sistémica. En Morena ya no hay un «nosotros». Hay tribus, cuotas, facciones, empresas. Hay senadores ligados al huachicol. Hay diputados que sabotean reformas laborales en nombre de los intereses privados que supuestamente se venían a combatir. Hay gobernadores que administran sus estados como franquicias privadas. Hay familias enteras incrustadas en la nómina federal, estatal y municipal que hablan y repiten -sin sonrojarse- que no hay nepotismo.

Lo más preocupante no es la traición a los principios. Es que esos principios, probablemente, nunca existieron fuera del discurso de un solo hombre. AMLO no creó un nuevo régimen. Creó una liturgia. Una cultura de lealtad personal que nunca se tradujo en instituciones. Hoy que ha dejado el poder -al menos formalmente- el vacío es total. Y en política, los vacíos no duran: se llenan. Lo que ha ocupado el espacio que dejó su liderazgo es un caos gobernado por nadie y controlado por todos.

Sheinbaum está atrapada. No tiene el carisma de su antecesor ni el margen de acción para imponer orden. Su presidencia, lejos de consolidar un nuevo modelo de poder, parece destinada a administrar su fragmentación. Un juego peligroso donde cada quien toma lo que puede, mientras la jefa del Estado observa cómo su gobierno se le diluye entre los dedos.

La mística se ha desvanecido o está reducida a cinismo. Ya nadie habla de regeneración moral. Hoy se celebra la operación política, la eficacia electoral, la capacidad de «resolver».

Morena, rápidamente, ya no es el instrumento de un movimiento. Es el reflejo de su fracaso. Un partido sin ética, sin control y sin futuro, gobernando un país que empieza a darse cuenta de que la esperanza no era un proyecto: era un espejismo fundado en una figura que hoy ya no está. No hubo institucionalización y el natural vacío de AMLO se convirtió en un peligro porque él asimismo lo diseñó.

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