Dulce María Sauri Riancho
SemMéxico, Mérida, Yucatán, 29 de Octubre, 2025.-En el vocabulario político mexicano, pocas palabras se pronuncian con tanta solemnidad —y tan poca reflexión— como lealtad y fidelidad. Se confunden, se intercambian y, en ese movimiento, pierden su sentido original. Sin embargo, distinguirlas no es un ejercicio semántico menor pues de esa confusión depende, hoy, buena parte de la autonomía de la presidenta Claudia Sheinbaum frente a la figura que la llevó al poder y cuya sombra sigue proyectándose sobre su mandato.
La raíz de las palabras
Lealtad viene del latín legalitas, derivado de lex, legis: la ley. En su origen significaba actuar conforme a la norma, honrar la palabra dada dentro de un marco público. Es una virtud cívica: se debe a los compromisos, a las instituciones, al deber. La lealtad pertenece al mundo de la ética y de la responsabilidad política.
Fidelidad, en cambio, proviene de fides, la fe. Designa la confianza, la creencia, la adhesión personal. No necesita ley ni contrato, basta la convicción íntima. Su raíz es moral, afectiva, incluso religiosa. Por eso puede decirse que la lealtad mira a la ley y al deber; la fidelidad, a la persona y al vínculo. Una construye instituciones; la otra, devociones.
El problema surge cuando el poder político borra la frontera entre ambas. Cuando el respeto a la Constitución se traduce como obediencia al líder, y la fidelidad se presenta como virtud cívica. En ese punto la república se transforma en un templo, y la ciudadanía, en creyente.
La lealtad después del poder
En una democracia, la lealtad a la persona-presidente/a termina con su mandato. La investidura pertenece al Estado, no a quien la encarna. Por eso, al dejar el cargo, cesa toda obligación de lealtad institucional hacia su figura individual. Lo que puede permanecer es la fidelidad política o afectiva, pero esa condición pertenece al ámbito privado, no al público. Cuando un expresidente conserva “leales” en el gobierno, se produce una anomalía: una doble soberanía moral, donde la obediencia al pasado compite con el deber del presente. La lealtad deja entonces de ser virtud republicana y se convierte en mecanismo de sujeción.
La presidenta Sheinbaum enfrenta ese dilema. Su poder formal se asienta en la Constitución; su poder real, en la herencia simbólica de López Obrador. Y mientras esa fidelidad no encuentre un límite, su gobierno correrá el riesgo de ser percibido como una administración interina del oráculo.
El yugo moral de la fidelidad
El vínculo de Sheinbaum con su antecesor no es solo político, sino casi espiritual. No se le exige obediencia administrativa, sino fidelidad moral a una narrativa: la del líder fundador que encarnó al “pueblo” y cuya palabra y sus actos aún resuenan como verdad revelada. Ese tipo de fidelidad, cuando sustituye o compite con la lealtad institucional, se convierte en un yugo moral, una cuerda de seda que adorna pero también estrangula.
El oráculo del pueblo, esa voz que dictaba la verdad desde Palacio Nacional, se mudó a Macuspana. La presidenta de la república, acaso la más fiel de sus oyentes, ha heredado el eco, pero no los códigos. Puede repetir las fórmulas, pero ya no recibe las revelaciones. Y sin embargo, su poder depende todavía de ese eco: si lo ignora, es ingrata; si lo obedece, es rehén. He ahí el límite de su autoridad.
Los nuevos oráculos del pueblo
En el viejo presidencialismo mexicano, el oráculo permanecía en Palacio Nacional. Durante todo su gobierno, el presidente hablaba en nombre del pueblo, y cuando dejaba el cargo, el oráculo se quedaba tras los muros de Palacio y lo heredaba el nuevo mandatario. Era la continuidad simbólica del Estado. Hoy, en cambio, el oráculo se fue con su intérprete. Y en su ausencia, se multiplicaron los oráculos menores. Ahora, no hay una “orácula mayor”, ni siquiera la presidenta. Los coordinadores de las cámaras, excompetidores por la candidatura presidencial; los gobernadores morenistas, los voceros ideológicos… todos pretenden ser intérpretes auténticos del pueblo. Cada uno habla en nombre de una fracción de la verdad revelada. Esa dispersión produce un fenómeno inédito: el polioráculo. Un gobierno con muchos intérpretes y ninguna voz definitiva. Lo que antes era una vertical de mando se ha vuelto una liturgia coral, donde cada actor reclama ser el custodio del espíritu original. Y en lugar de democratizar la palabra, la disuelve. Entonces el pueblo convertido en metáfora, deja de ser sujeto político para volver a ser pretexto retórico.
El pueblo como oráculo y como excusa
“Lealtad al pueblo”: pocas frases tan invocadas, tan vacías y tan peligrosas. Porque cuando el pueblo se vuelve entidad mística y no conjunto de ciudadano/as, cualquiera puede proclamarse su intérprete. No hablan las urnas ni los congresos; habla “la voz del pueblo”, escuchada solo por quienes aseguran tener el oído más fino. Como en el santuario de Delfos, el pueblo-oráculo nunca se expresa directamente: necesita sacerdotes que traduzcan su palabra. Y en esa traducción se juega el poder.
Sheinbaum, si quiere escapar de la tutela del oráculo original, debe devolver la voz del pueblo a sus cauces institucionales: las elecciones, el Congreso, los contrapesos. La verdadera lealtad al pueblo consiste en escucharlo sin intérpretes, no en hablar por él.
El deber de ingratitud
En las monarquías y en los regímenes personalistas, la gratitud es virtud: el favorecido debe obediencia eterna a quien lo elevó. Pero en una república, la lógica se invierte: el/la gobernante tiene el deber de ingratitud. Debe actuar conforme al interés público, aunque eso signifique contrariar al benefactor. La ingratitud política —paradójica y necesaria— es la forma más alta de lealtad republicana.
La presidenta Sheinbaum puede conservar su gratitud privada hacia López Obrador; sería mezquino negarla. Pero su lealtad pública pertenece a otra esfera: la de la Constitución y las instituciones que encarna. Ejercer el deber de ingratitud no significa romper con el pasado, sino liberarse del tutelaje moral que le impide gobernar plenamente. Agradecer sin obedecer; reconocer sin repetir.
Solo así podrá cumplir la tarea que la historia le ha puesto enfrente: convertir la fidelidad al líder en lealtad a la ley. Negarse a ser la Sibila de Delfos, a través de quien habla el Oráculo. Y volver al sitio de donde nunca debió moverse: la República, ese espacio donde la voz del pueblo no necesita intérpretes, sino reglas.
dulcesauri@gmail.com
Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán



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