Florencio Salazar
A la memoria de Alejandro Arcos Catalán
SemMéxico, Chilpancingo, Guerrero, 8 de octubre, 2024.- “Para morir he nacido” dice Pablo Neruda. En efecto, cada ruta nos acerca al final. Sin embargo, como lo señala el Nobel chileno, pareciera que nuestras angustias y razón de ser es morir. No lo creo. Nacemos para vivir y, en el plazo de la vida que a cada quien corresponda, creamos, soñamos, padecemos, sufrimos, gozamos y hasta tenemos momentos de felicidad.
Nacemos sin pensar en la muerte. Al contrario, perseguimos la inmortalidad a través de nuestras acciones; queremos que nuestra obra se imponga al tiempo, de manera que sigamos viviendo en la memoria de generaciones sucesivas. No pensamos en nuestra corta estadía en el mundo. Lo sorprendente de la vida nutre nuestra experiencia y nos sobresalta la idea de la proximidad del destino final.
No pocos narradores y poetas han escrito su obra a partir del sufrimiento. Vencer a las sombras desafiantes, al ego crecido y autónomo, a las perversas realidades de la mente, exige un proceso creativo para hacer de las llegas poesía; de los descalabros, cuentos; de la vida sin retoque, novelas y argumentos.
La vida es prosa poética compuesta de versos malditos y de iluminados. La prosa poética debe poder desagregarse en verso libre, para que lo sea. Es el caso de Me encanta Dios, de Jaime Sabines. Primero se publicó en prosa y luego, idéntico el texto, en verso libre. Es la capacidad magistral de mantener imágenes, ritmo y resonancia. La poesía tiene la forma del vaso que la contiene, diría José Gorostiza.
Nos puede partir un rayo, caer en un socavón o asfixiarnos con un arroz. Se puede morir de las cosas más increíbles e impensables. En accidentes o por muerte natural. Pero que un ser humanos quite la vida a otro, es inaceptable. La violencia definitiva hacia una víctima posible. Es perder en un momento los siglos civilizatorios de la humanidad. Extraviar el sentido de la vida por el arrebato de la maldad.
No puedo imaginar siquiera lo que pueda pasar en la cabeza de una persona que decide arrebatarle la vida a otra. No hay asuntos sin solución, hay actos coléricos. “En la vida todo tiene arreglo, menos la muerte”. Los expertos en constelaciones afirman que los homicidas psíquicamente pasan a formar parte de la familia del victimado, de manera que su presencia -aunque se trate de un desconocido- perturba por generaciones.
No se ignora a los psicópatas en serie que nacen con inclinaciones hacia el crimen. O individuos con esas tendencias, a quienes solo falta un detonador emocional. Son enfermedades mentales. Pero hay otra patología que se genera con la repetición de hechos. El homicidio, como las drogas, el juego y el sexo se convierte en una adicción. A fuerza de hacer lo mismo, una y otra vez, puede volverse sádico.
Los autores de hechos trágicos son irrecuperables para la sociedad porque no existen centros de atención para enfermedades mentales y los centros de reclusión penitenciaria no rehabilitan y sí inciden en una patología múltiple. A lo anterior sumemos la ausencia de protección al ciudadano. Podríamos decir, sin eufemismos, que regresamos a la ley de la selva, al estado de naturaleza.
Hay muchos factores que influyen en el desarrollo y comportamiento del ser humano. La violencia familiar, el desapego de infantes, la pobreza, la injusticia, entre otros. De ellos, surge el resentimiento, el deseo de venganza, el rencor social. Las causas que convergen en los eventos homicidas no se indagan, solo se pretende castigar las consecuencias. Pero cuando estas tampoco se sancionan la vida en sociedad es de temor e inseguridad. Es decir, el estado no cumple con el pacto social.
La vida es fluido de la espiritualidad. Las millones de conexiones neuronales son el milagro de una existencia racional, que nos conectan en armonía y permiten trascender al ser humano más allá de sí mismo. La vida es poesía. Nacimos para vivir en plenitud venciendo los desafíos de la existencia. Nos proponemos objetivos y luchamos para alcanzarlos para beneficio de toda la especie, no importa que nuestro aporte sea, apenas, “un prodigioso miligramo”.