Opinión | Suavizar al régimen de gustos autoritarios

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Por Miguel Ángel Romero Ramírez

SemMéxico, Cd. de México, 25 de junio, 2025.-Mientras el régimen se endurece sin el liderazgo de su Presidenta, la pregunta que prevalece es cómo resistir y cómo retomar el camino hacia una democracia liberal.

Los populismos rara vez terminan como comienzan. No por un acto de traición o corrección, sino por desgaste. Al principio son narrativas. Después, son estructuras. Al inicio, giran en torno a una figura. Con el tiempo, lo que queda es una arquitectura institucional que sigue funcionando, incluso cuando el fervor se ha disipado. Y eso es lo que los vuelve tan difíciles de desmantelar: pueden dejar de emocionar sin dejar de operar.

En México, el régimen que se edificó sobre el impulso de redención social, la confrontación política y la promesa de transformación no ha perdido el poder. En parte porque el líder carismático, Andrés Manuel López Obrador, sí bien desapareció de la esfera pública, prevalece y controla parte importante del andamiaje burocrático que aceita la maquinaria.

Lo que está ocurriendo ahora no es propiamente una transición sino una recalibración. El aparato ha aprendido a vivir sin el protagonista, al menos en lo público. El régimen se endurece sin el liderazgo de su Presidenta, quien pronto descubrió que el cambio de estafeta no significó la transferencia del poder.

Una señal de esa recalibración es lo que ocurre en el Congreso mexicano. Morena, el partido en el poder, ha convocado un periodo extraordinario de sesiones para acelerar reformas legales (entre 16 y 25) con fuerte contenido de control y sobrevigilancia. No es que el sistema esté colapsando. Es que se está endureciendo, y lo está haciendo de manera anticipada.

Lo preocupante no es la prisa legislativa en sí, sino lo que revela: una intuición clara dentro del régimen de que el desgaste está por venir, y que por eso mismo hay que legislar antes de perder el margen que aún conservan inercialmente producto de la elección presidencial. Es una jugada preventiva, no defensiva. Y eso la vuelve más significativa.

Yascha Mounk, en El pueblo contra la democracia, identifica un patrón en los regímenes populistas. Dice que no caen por la fuerza de sus opositores, sino por la suma de sus contradicciones.

Lo que los vuelve fuertes al principio -su capacidad de movilizar emoción política, de simplificar los conflictos, de absorber el Estado- los vuelve vulnerables cuando los problemas se vuelven complejos, cuando los enemigos ya no son creíbles, cuando el desencanto se acumula.

El populismo, como herramienta para gobernar, se desgasta más rápido de lo que sus líderes anticipan. Pero lo que queda después no es un vacío, sino una estructura que sigue operando bajo la lógica del control. México, como prueba.

Entonces la pregunta no es solo cómo caen los populismos. Sino qué condiciones hacen posible suavizar un régimen antes de que se endurezca aún más. ¿Qué puede empujar una arquitectura de poder que fue pensada para la confrontación hacia un funcionamiento más democrático, más abierto?. Y, sobre todo, qué puede hacerlo sin depender de un colapso -porque el colapso es tan incierto como costoso.

Mounk explica algunas de esas condiciones que pueden debilitar un régimen populista sin esperar a que se desintegre: la incapacidad de gobernar, el desgaste del discurso, la resistencia institucional, la articulación de una oposición democrática, y la reconstrucción del contrato social. Pero esas condiciones no se activan al mismo tiempo, ni con la misma fuerza. Y no todas dependen de los actores tradicionales del sistema político.

La más inmediata, y quizá más visible, es el desgaste en la gestión. Los regímenes populistas suelen prometer más de lo que pueden cumplir, en parte porque su narrativa necesita crisis para sostenerse. En México, esa tensión empieza a ser evidente. La inseguridad continúa rompiendo el techo de homicidios. El sistema de salud, además de mantener la corrupción con nuevos ricos, está generando una crisis de falta de atención y medicamentos aprovechada por la iniciativa privada.

Las promesas de transformación, aunque reiteradas en el discurso, no se han traducido en cambios palpables. Y lo más significativo no es que existan estos problemas, sino que la capacidad de resolverlos se ve limitada por la propia ineficacia del diseño centralizado del poder.

El discurso también se desgasta. Los populismos se construyen sobre una tensión: ellos contra nosotros. Pero esa tensión necesita un «ellos» creíble. Y con el tiempo, cuando la oposición se vuelve irrelevante o marginal, el relato pierde fuerza. El enemigo no parece tan amenazante, y el nosotros deja de sentirse tan protegido. Lo que queda es una narrativa que intenta prolongarse sin el oxígeno que le dio vida. Y eso, con el tiempo, agota.

La resistencia institucional es más difícil de evaluar. En el caso mexicano, muchas instituciones fueron cooptadas y debilitadas durante el primer tramo del régimen. Pero debilitadas no significa destruidas. Hay espacios que siguen operando con cierta independencia parcial, con recursos limitados pero con legitimidad intacta. El punto no es si pueden revertir leyes o frenar reformas, sino si pueden seguir produciendo autoridad pública. Si pueden sostener la idea de que hay reglas que trascienden al poder del momento.

Esa es, en última instancia, la función más crítica de una institución en tiempos de concentración: recordarle al sistema que aún hay límites, incluso si no son inmediatos.

La oposición enfrenta un dilema estructural: cómo oponerse sin parecer reactiva. En muchos contextos populistas, la oposición comete el error de ofrecer nostalgia como propuesta y en estar diluidos. Pero el electorado que eligió el cambio -con razón o sin ella- no está dispuesto a volver al pasado.

Entonces, lo que se requiere no es solo un nuevo liderazgo, sino una nueva gramática política. Una que pueda recoger el malestar sin replicar el modelo autoritario, y que pueda hablar de justicia y esperanza sin caer en el maniqueísmo. Tener una plataforma común es fundamental: partidos y organizaciones democráticas por separado no sirven de absolutamente nada.

La última condición, la más difícil de articular pero la más necesaria de todas, es la reconstrucción del contrato social.

Aquí Mounk es claro: los populismos no se derrotan con tecnocracia, se derrotan con democracia real. Es decir, con una democracia que funcione. Que reparta. Que reconozca. Que escuche.

El sistema político no necesita solo reformas. Necesita renovar su legitimidad. Y eso no ocurre en el Congreso, ni en una elección. Ocurre en la experiencia cotidiana de los ciudadanos. En cómo se traducen e impactan sus decisiones.

Nada de esto garantiza que un régimen con tendencias autoritarias ceda. Pero sin esto, es casi seguro que no lo hará y tampoco habrá posibilidades. La clave está en no esperar al colapso para empezar a construir lo que sigue. En no confundir desgaste con final.

En entender que la oportunidad de cambio no se abre por sí sola, sino que hay que prepararla. Lo que México enfrenta no es un autoritarismo cerrado. Es algo más ambiguo. Un régimen que aún conserva espasmos democráticos, pero que ha desnaturalizado su contenido. Y esa ambigüedad es, al mismo tiempo, un riesgo y una oportunidad.

Los regímenes autoritarios pueden suavizarse. Pero no se suavizan con voluntad. Se suavizan con presión, con propuesta, con estructura. Se suavizan cuando se les deja sin excusas, sin enemigos útiles, sin margen para la excepción. Y si eso ocurre antes de que consoliden su cierre, entonces el sistema no se rompe. Se abre. 

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