Dulce María Sauri
SemMéxico. 2 de diciembre de 2020.- Es muy conocida la anécdota de los tres sobres que entregaba el presidente de México saliente a su sucesor.
En esos años de presidencialismo exacerbado y de predominio político de un solo partido, el contenido de cada uno de ellos demostraba que, aun cuando el relevo se realizaba entre integrantes de la misma organización, las tensiones existían y se hacían presentes por las diferencias en el “estilo personal de gobernar”.
¿Qué decían las misivas encubiertas por las envolturas del rumor sexenal? El antecesor aconsejaba abrir la primera carta cuando las turbulencias del nuevo gobierno presentaran situaciones difíciles para su administración.
“Échame la culpa”, frase lapidaria que encerraba la sabiduría del resurgir de la esperanza por el cambio de gobernante.
Si revisamos los primeros años de las administraciones anteriores a 2018 encontraremos que en ellas, casi sin excepción, hubo críticas abiertas o soterradas a las políticas públicas y a los funcionarios de la administración anterior.
En algunos casos, como en 1983, hubo incluso un proceso de desafuero de un senador, Jorge Díaz Serrano, condenado a prisión por habérsele imputado diversos ilícitos en Pemex.
O el año inaugural del gobierno 1988-1994, con detenciones espectaculares del líder sempiterno del sindicato petrolero y la anulación política del influyente dirigente del SNTE, con todo y su cargo de senador.
La crisis económica desatada por el llamado “error de diciembre” no distrajo de culpas al pasado: a principios de 1995 fue detenido el hermano del expresidente.
El relevo de partido político en la presidencia de la república en el año 2000 normalizó las denuncias a los antecesores o a funcionarios e integrantes del otrora partido en el gobierno.
La tensión del proceso electoral de 2006 y el abrupto inicio del gobierno del segundo presidente surgido de Acción Nacional parecen haber generado condiciones para “olvidar” la receta de las culpas, más interesado en resolver los ingentes problemas del impugnado recuento de votos.
El Pacto por México en 2012 ayudó a trascender la tradición de enfocar baterías sobre el pasado inmediato, lo que abonó a la imagen de obsolescencia del “consejo” del primer sobre. Pero llegó 2018 y el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Ya no fue el antecesor inmediato, no fueron sólo los pasados 6 años, sino toda una etapa del desarrollo de México que fue clausurada abruptamente por el discurso presidencial. En dos años, pasamos de la condena pública al mundo de los fifís —“persona presumida y que se ocupa de seguir las modas”— al neoliberalismo y los “conservadores” como culpables de todos los males acontecidos en México desde la Colonia.
Las “mañaneras” presidenciales volvieron a México un país binario: pobres y no pobres, liberal o conservador, puro o corrupto, bueno o malo. Blanco o negro, sin matices ni gradualidades.
Esta visión ha llevado a rechazar y destruir todo aquello que el presidente de la república vincule al pasado reciente, incluyendo instituciones y políticas públicas, más allá de los esfuerzos de muchos años y varias generaciones.
Bajo esta óptica binaria, el horizonte del mal se inicia en su etapa moderna en 1988, poco después del principio de la apertura económica al exterior y del redimensionamiento del papel del sector público en el desarrollo.
Los años condenados por el discurso presidencial fueron también los del avance del pluralismo político, de la ciudadanización plena del Instituto Electoral, hoy INE. Fueron los del periodo de arranque y madurez de los tratados de libre comercio: con Estados Unidos y Canadá, la Unión Europea, y más de 40 instrumentos que permitieron avanzar en forma palpable al sector exportador.
Errores, vicios y deficiencias los hubo. La percepción de corrupción en el gobierno y entre sus funcionarios y sobre todo, la creciente desigualdad entre regiones; la falta de oportunidades para un amplio sector de la población, en especial jóvenes —hombres y mujeres—, superaron con creces los avances obtenidos por una economía que llegó a ser catalogada como la décima del mundo.
El martes pasado se cumplió el primer tercio del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Me niego a caer en la trampa binaria de rechazar todo logro gubernamental de los últimos dos años o de sumarme al aplauso incondicional de sus corifeos.
Considero que este gobierno ha tenido más sombras que luces, más retrocesos que avances en la política, en la economía, en la organización social y cultural. Rechazo el uso del hacha para amputar en vez del empleo del bisturí para corregir y mejorar. Me conduele el propósito deliberado de alimentar el presente con la nostalgia de un pasado que no puede, no debe regresar.
Me preocupa el proceso de concentración del poder en la figura presidencial y retornar al tiempo de la centralización efectiva de decisiones y recursos en el omnipotente gobierno federal.
Observo con inquietud el despliegue de políticas claramente neoliberales —como el reparto individualizado de ayudas económicas— en tanto se destruyen sistemáticamente las redes de solidaridad, como en el caso de estancias infantiles, comedores comunitarios, casas de cuidado diario para adulto/as mayores, entre otras.
¿Hasta dónde alcanzarán las culpas al pasado para expiar los errores del presente gobierno? ¿Cuándo asumirá sus propias responsabilidades para realizar una evaluación objetiva del resultado de sus políticas, para mejorarlas, consolidarlas o cambiarlas?
“El tiempo vuela”, dice la sabiduría popular. Tarde o temprano, la rendición de cuentas a la ciudadanía alcanzará a esta administración.
Es hora de dejar atrás la recomendación del primer sobre. Será decisión del presidente López Obrador si abre el segundo. Lo sabremos muy pronto, si, como recomienda la misiva: “Cambia a tu gabinete”.
Del tercer sobre, dentro de dos años hablamos. Si Dios, el Covid y Diario de Yucatán lo permiten.— Mérida, Yucatán.
Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán y presidenta de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados.