Marcela Eternod Arámburu
SemMéxico, Aguascalientes, 26 de febrero, 2022.- Pertenezco a un Círculo de Lectura (Mujeres que leen) que está por cumplir 30 años de existencia y en el cual el compromiso —totalmente voluntario, pero sin lugar a dudas serio— es leer un libro por mes y comentarlo, analizarlo y valorarlo en una reunión mensual, lo cual permite tener otras perspectivas de su lectura y completar la visión de un texto que se enriquece con las distintas miradas de cada lectora.
Entre las pocas reglas que tiene mi Círculo de Lectura, es obligatorio leer cada año a quien recibe el Premio Nobel de Literatura. Muchas veces se trata de una autora o autor conocido; otras de alguien totalmente nuevo, desconocido para nosotras, cuyos textos, al ganar el premio, aparecen en las librerías y posibilitan su lectura.
En estos abrumadores tiempos y leyendo —masoquistamente— sobre la situación de Ucrania, sin tener idea de a dónde conducirán los acontecimientos actuales, recordé que, en 2015, Svetlana Alexiévich fue reconocida con el Nobel de Literatura, y eso nos obligó a leerla.
Su primer libro La guerra no tiene rostro de mujer impacta de muchas maneras, primero porque les da voz a casi un millón de mujeres que formó parte del Ejército Rojo y combatió en la segunda Guerra Mundial: mujeres soldado, francotiradoras, enfermeras, que cuentan otro tipo de guerra. “La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio. Tiene sus propias palabras. En esta guerra no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo seres humanos involucrados en una tarea inhumana.”
Segundo, contiene muchas voces de mujeres que Alexiévich recoge en cientos de historias, historias que coinciden en el contexto, pero que contienen múltiples matices, porque cada una es personal y diferente, aunque todas sean brutales y dolorosas.
Tercero, porque con paciencia y sin evitar la repetición, la autora construye una narrativa clara y precisa de las mujeres en la guerra, unidas por vivencias compartidas que configuran su propia naturaleza, distinguiendo lo propio de la individualidad de cada testimonio, pero enmarcándolo en el entorno colectivo que siempre exige inhumanos sacrificios.
Participar en una guerra, cualquiera que sea, tiene que ser aterrador y de una crueldad inenarrable. Los cientos de textos que dan cuenta de la Segunda Guerra Mundial muestran lo terrible que fue y, sin minimizar a ninguna otra, hay que recordar que en esa guerra murieron alrededor 50 millones de personas, de las cuales 20 millones fueron rusas.
Svetlana Alexiévich combina con maestría su formación periodística con su vocación literaria, lo que le permite integrar en varios de sus libros el metódico y extenso trabajo de campo que como periodista realiza. Logra que la oralidad de los relatos individuales se transforme en una narrativa colectiva que habla por sí misma. Gracias a las entrevistas, logra captar esos miles de recuerdos existenciales que son vivencias de profundos dolores, de esos que físicamente parten el corazón. Sus textos documentan vívidamente las angustias, preocupaciones, concesiones, decepciones y humillaciones, relatos que siempre sorprenden a la lectora, al lector, pero que van más allá y, simplemente, aterran.
Se trata de voces sencillas, pero poderosas, voces cotidianas de personas comunes obligadas a vivir circunstancias impactantes, que se transforman en testimonios de desolación e inmerecido dolor. Ese dolor profundo del que no se puede escapar porque no hay a dónde, ese dolor que se tiene que vivir y al que hay que sobreponerse o simplemente dejarse morir.
En Los ataúdes de zinc se reúnen las voces de los soldados soviéticos que fueron a la guerra de Afganistán (1979-1989), con las de sus madres, las enfermeras, los vecinos; se repiten las dosis de dolor, angustia y desesperación. Desgarra leer el relato de una madre que no reconoce al hijo que regresa y vive con miedo de lo que pueda hacer; el de la madre del asesino o el de la que ve consumirse a su hijo en un silencio autoimpuesto.
Estoy segura que la reciente invasión a Ucrania, ya empezó a sumar dosis innecesarias de sufrimiento. No aprendemos, a pesar de los enormes progresos científicos y tecnológicos, poco ha aprendido la humanidad sobre la resolución pacífica de los desacuerdos y sobre la convivencia. Como humanidad no aprendemos.
Muchas veces he oído decir que la literatura es un escape de la realidad, un refugio, un remanso donde escondernos, y es cierto. Muchos libros son eso: historias fantásticas, relatos misterios y absorbentes, invenciones inverosímiles, historias de familias infelices o no; novelas de amor más o menos brutales o ridículas y un sinfín de otros temas. Pero, en el caso de Alexiévich, la invención, la imaginación y la fantasía está muy lejos de sus libros, su literatura es realismo total.
Si se leen las Voces de Chernóbil, enfrentamos los testimonios de quienes vivieron las explosiones que destruyeron el reactor nuclear de la Central Eléctrica Atómica, una inmensa tragedia, con héroes, villanos y un sarcófago de hormigón que sepultó uranio, plutonio y cesio, radiactividad, simulación política e irresponsabilidad gubernamental. Los monólogos que integran este libro son sencillamente espeluznantes.
En El fin del homo sovieticus, lo que encontramos, en mi opinión, es una realidad que emerge con fuerza y termina con la utopía de la grandeza del comunismo, con sus brutales consecuencias para los soñadores, los convencidos y los adeptos. La interacción del contexto histórico de la perestroika con las historias de personas humilladas, sorprendidas y muchas veces decepcionadas a tal grado que prefirieron el suicidio. Se trata de una inmersión total en esas realidades personales, que son finalmente su realidad, la única manera de ser y de estar en este mundo.
En síntesis, sus libros abordan sucesos extraordinarios, tremendos, a veces impredecibles, pero siempre impactantes, donde se aprecia la grandeza del ser humano sumido en la vileza de la adversidad impuesta, con notas de fraternidad, compasión y empatía que se mezclan con bajezas, brutalidades y miserias, tan humanas las unas como las otras.
Me pregunto, siendo Svetlana Alexiévich hija de una profesora ucraniana, habiendo sido perseguida política en su país —algunos de sus libros están o estuvieron prohibidos en su patria—, viviendo exiliada en Berlín y siendo feminista confesa que sostiene que las mujeres son fundamentales para humanizarnos y que en ellas se encuentra la esperanza de finalmente civilizarnos como especie, cómo estará percibiendo los acontecimientos actuales, qué opinión tiene de esta nueva guerra, cuyas consecuencias son, para mí, imposibles de imaginar.
Leyendo los diarios y siguiendo los acontecimientos en estos días, solamente identifico mi angustia básica como un miedo irracional, profundo y primitivo. Siguiendo a Alexiévich, no imagino que alguien vuelva a ser la misma persona cuando en su recuerdo queda otro alguien “… muriendo ante tus ojos… Y tú lo ves, sabes con seguridad que no puedes ayudarle, que le quedan pocos minutos de vida. Le besas, le acaricias, le dices palabras cariñosas. Te despides de él.” No imagino que nos depara esta guerra.