Elvira Hernández Carballido
SemMéxico, Pachuca, Hidalgo, 12 de enero, 2022.- Otra vez las noticias presentan cifras, 30 mil contagiados en un día, y yo me angustio porque poco a poco esos números tienen nombre, momentos compartidos, cariño correspondido y un “no te preocupes” cuando mis amistades me avisan que dieron positivo a COVID-19. Declaran por suerte que tienen síntomas leves, su resignación es admirable, su compromiso está latente porque aseguran que van a aislarse. Juran que quieren evitar que “esto” se siga regando. Pero “esto”, no se detiene. Avanza en cascada, como un remolino imparable.
Siento que las voces autorizadas minimizan los contagios de estos últimos días. Los escucho decir que ya no es tan mortal, que pronto se convertirá en una gripa más, que no lo reportes, que no te hagas la prueba, que mejor te encierres en casa. Pero, si critico esa actitud, siempre sale un valeroso que culpa de esto a la ciudadanía, que nadie más tiene la culpa que ella misma, por irse de vacaciones, por celebrar las fiestas decembrinas en familia. Que la gente es necia, sorda, irresponsable, descuidada, aferrada a regresar a una normalidad que ya no existe, que ya no regresará. Porque sí, ya vivimos otra normalidad.
Aquí estoy yo, por ejemplo, que ahora cada mañana además de confirmar que llevo las llaves, la credencial y mi bolsa ahora no debo olvidar ponerme el cubrebocas. Ya no me pinto los labios, para qué, mi sonrisa de carmín no quiere manchar esa protección que hasta el momento ha sido leal conmigo. Mis vellitos que dibujan un perfecto bozo de Frida protestan al estar ocultos, reclaman mucho más que cuando los depilo. Mis dientes rebeldes y desordenados siguen sonrientes, porque tiene la esperanza de que, pese a todo, la gente con la que llego a toparme atisba de alguna manera que detrás de ese trapo protector hay una sonrisa elvirina.
He dejado de usar aretes, están amontonados en mi alhajerito de barro negro, los de luna ya se confunden con los que tienen un estampado de eclipse, los plateados en forma de garza ya no tienen celos de los color puma, pero las arracadas oaxaqueñas reclaman su lugar porque les encantaba mal aconsejarme bajito, susurrando traviesamente en mi oído izquierdo o puritanamente en el derecho. Dejé de usar cualquiera de esos zarcillos desde que se enredaban en los sujetadores del cubrebocas, imposibilitando quitármelo con facilidad, atorándose con perversa provocación.
Ahora me entretengo clasificando el espesor de mis suspiros, los mismos que empañan mis anteojos justo cuando recién salgo de casa, mientras me muevo en el auto, al subir y bajar las escaleras de mi universidad, cuando saludo a alguien que no alcanzo a reconocer. Me estoy acostumbrado a vivir entre mi neblina miope y el vaho de vista cansada.
Juego a identificar a la gente por su cubrebocas, si es alguien muy serio lucirá un color oscuro, si se trata de una persona muy formal traerá el logo de su empresa o las siglas de su institución, si es festivo quizá luzca la máscara de un luchador o un colorido bordado de Tenango, una persona con cierto fanatismo o lealtad puede traer la imagen de un gato adormilado o el escudo de su equipo favorito.
Al llegar a mi trabajo, soy recibida puntualmente por el guardia de mi instituto que luce un oscuro cubrebocas que va cambiando su tonalidad porque mi hora de entrada es justo cuando el cielo se empieza a clarear. Y todo cambia de color, las nubes dan pincelazos rosados, las montañas parecen esponjarse gloriosas y el sol tímidamente da los buenos días. Por lo menos, ese paisaje sigue siendo el mismo cada mañana. Gozosa utilizo mis dedos para limpiar los cristales empañados de mis anteojos y admirar esa belleza natural matutina con gran emoción. Lástima que no pueda limpiar con tanta facilidad mi alma, tan empolvada desde que empezó esta pandemia.
El buen guardián de mi instituto extiende generoso su frasco con gel y yo regreso a mis tiempos de infancia pues imagino que estoy recibiendo ese delicioso Chamoy que coloreaba de rojo intenso mi lengua y debo hacer un gran esfuerzo por no probar ese líquido pegajoso que amenaza con borrar las líneas de la vida y evitar que siga adivinando mi destino dibujado en la palma de mi mano para torcerlo cada vez que pueda. Luego viene la clásica toma de temperatura. Me conmuevo al ver que el médico corre para revisar de un lado a los que llegamos a pie y por otro a quienes llegan en coche.
Nada agujera más el corazón de pollo que una escuela sin alumnos y sin alumnas. Nadie corre, ni bromea, no hay murmullos ni risas. A mi paso se abren pasillos solitarios, hasta los fantasmas ya se fueron. Confirmo la depresión de nuestro checador que resuena tan débil pues ya no palpa decenas de credenciales deslizándose presurosas para cumplir con el horario, para jurar “sí vine, llegué tarde, pero aquí estoy”.
Cada quien debe aislarse en su cubículo, sé que en cada uno de esos espacios están colegas con quienes ya no puedo abrazarme ni saludar de beso. Es necesario contener las ganas del apapacho y resignarnos al choque de los nudillos de los dedos. La clásica disculpa por no saludar con el entusiasmo de antes, sentirse indiferente y hasta grosera pues no se olvida todo lo que puede decirse con un abrazo, con un apretón de manos.
Tengo muy pocas visitas y si vienen tengo que recibirlas enmascarada. Ahora nos chuleamos los cubrebocas, reímos solidarios si usamos anteojos y advertimos la manera en que se van empañando. A veces debemos gritarnos o repetir varias veces el comentario porque esa protección impide la salida clara de nuestra voz. Toser y asustarnos. Preferir tragarnos el estornudo para que nadie nos haga la señal de la cruz.
Tener ahora en el cubículo el santo gel a la mano, desinfectante en aerosol, un colchoncito de cubrebocas por cualquier cosa, toallitas limpiadoras que garantizan contener cien por ciento de alcohol. Usar con culpa el spray que jura matar el 99.9 de virus y bacterias luego de recibir una visita porque crees que la estás despreciando, descalificando o etiquetando como posibles amenazas de contagio.
Regresar a casa y volver a empapar las manos de gel. Quitarse de inmediato los zapatos de calle y ponerse los confiables que no han osado a pisar terrenos desconocidos. Cambiarse de prendas y arrojarlas de inmediato al cesto de la ropa sucia, creyéndose una de esas leprosas que rogaba ser curada y salvada como en la ópera rock de “Jesucristo Superestrella”. Bañarse, por segunda vez en el día.
Las charlas o los cursos por zoom, bromear, espiar la casa del otro, de la otra. Rogar para que a lo largo del día cualquier mensaje que llegue al celular contenga una buena noticia, que nadie informe otra vez y otra vez que dio positivo a COVID-19. Pero la piedad es indiferente porque ayer, hoy, y quizá mañana presientes que puedes otra vez llegar a leer: “Hola. Hermoso día.
Solamente para compartir que di positivo a COVID-19, pero con leves síntomas. Eso sí, aislado para no regar “esto”. Cuídate.”
Y así han pasado estos primeros días del 2022, tres, seis, diez casos de gente conocida, cercana, querida, con rostro, vida y cariño correspondido que no han escapado a esa enfermedad. Repetir con temor el clásico: Cuídate. Y rezar cuando hacía tiempo se te había olvidado hacerlo. Rogarle a la virgen de tu fe, maldecir la pésima política pública de salud, preguntarte qué se puede hacer para detener esto: ¿Encerrarnos otra vez? ¿La vacunación es suficiente?
¿Aprenderemos a vivir con esto? Pero, aunque no quiera, estamos viviendo con “esto”. Nuestra normalidad de ayer se esfumó, vivimos ya de otra manera.
Pero no quiero tirarme a la tragedia y trato de mantener latente la esperanza. Avanzo, aunque sé que lo hago con mis lentes empañados. Que mi rutina ya es otra en estos tiempos de COVID-10 en el primer mes del 2022.