En el próximo día de muertos
Cecilia López Radaura *
SemMéxico, Ciudad de México, 23 de octubre 2022.- La bruja es uno de los personajes con más arraigo en los cuentos y las leyendas tradicionales. El concepto de la mujer perversa y poderosa ha existido en las representaciones culturales de toda comunidad. Se trata de un personaje que está situado en la frontera entre la realidad y la ficción: en la realidad, en el sentido de que la creencia de que las brujas existen les ha dado la corporeidad suficiente para ser quemadas en las hogueras que se levantaron en Europa entre los siglos xv y xvii –principalmente– y ser aún objeto de miedo y de odio. Al mismo tiempo, sin perder del todo las características de la bruja “real”, el personaje de ficción aparece en mitos, leyendas, cuentos, chistes, canciones, películas, etcétera, en fuentes tanto cultas como populares, escritas y orales, que se nutren unas de otras.
En México, el personaje resulta de la fusión de la bruja española –a su vez heredera de una tradición medieval, una clásica y una celta– con las ideas prehispánicas y hasta africanas que se entretejieron durante el periodo colonial. Desde la conquista, en los textos de cronistas de Indias como fray Bernardino de Sahagún y, más adelante, en los tratados sobre hechicería y supersticiones como los que escribieron Andrés de Olmos, Hernando Ruiz de Alarcón y Jacinto de la Serna, entre otros, hasta nuestros días, en los relatos recogidos de la tradición oral, pasando por los archivos inquisitoriales sobre acusaciones de brujería, se puede seguir el rastro de esta temida figura y ver cómo se ha ido transformando y adaptando a su contexto.
La bruja es, en primer lugar, una mujer. Una mujer que, gracias a un pacto con el demonio, adquiere la capacidad de provocar enfermedades y muerte, de transformarse a voluntad –aunque dentro de ciertos límites–, de manipular tormentas, granizos o sequías; puede volver impotentes a los hombres y estériles a las mujeres; puede matar y comerse a los niños; es una mujer que vuela por las noches y se reúne en aquelarres con otras de su tipo. A cambio de estos poderes, la bruja promete entregarse en cuerpo y alma al demonio, convertirse en su servidora, adoradora y amante, y hacer todo el mal que pueda mientras viva.
Aunque es evidente que a lo largo de la historia y de la literatura han aparecido hombres que igualmente se dedican a la magia maligna mediante un pacto demoniaco, la bruja es, por definición, mujer. En su Tesoro de la lengua castellana o española, publicado en 1611, Sebastián de Covarrubias dice que bruja o brujo son “cierto género de gente perdida y endiablada, que perdido el temor de Dios, ofrecen sus cuerpos y sus almas al demonio a trueco de una libertad viciosa y libidinosa”, pero más adelante agrega que “Hase de advertir que, aunque hombres han dado y dan en este vicio y maldad, son más ordinarias las mujeres por la ligereza y fragilidad, por la lujuria y por el espíritu vengativo que en ellas suele reinar; y es más ordinario tratar esta materia debajo del nombre de bruja que de brujo”.[1] Casi 80 años antes, fray Martín de Castañega, el autor del primer tratado de magia escrito en lengua romance, Tratado de las supersticiones y hechizerias y de la possibilidad y remedio dellas (1529), explicaba que esto se debía a que, en primer lugar, desde el principio Cristo las apartó de la administración de sus sacramentos, lo que las dejó a merced del demonio; en segundo lugar, porque son más fáciles de engañar; la mujeres, además, son curiosas y quieren enterarse de lo oculto; no saben tampoco guardar secretos y se platican todo unas a otras con lo que lo que sabe una lo aprenden las demás; y, finalmente, porque las mujeres son iracundas y vengativas y por eso recurren al demonio para que les ayude. Castañega termina aclarando que lo más importante es que “los hechizos que los hombres hacen atribúyense a alguna sciencia o arte, y llámalos el vulgo nigrománticos y no los llaman brujos […]. Más las mujeres como no tienen excusa para alguna arte o ciencia, nunca las llaman nigrománticas […] salvo megas, brujas, hechiceras, jorguinas o adevinas”.[2] Esta definición le da al brujo un carácter culto y respetable del que carece la bruja.
Fray Martín de Castañega retoma con esto lo que ya habían establecido los dominicos Heinrich Kraemer y Jacob Sprenger, los autores no del primero, pero sí del más célebre de los tratados de brujería, el Malleus Maleficarum (El Martillo de las brujas), publicado por primera vez en 1486 y que sirvió de base teórica a la cacería de brujas que tendría lugar durante los dos siglos siguientes. Los dominicos también establecen que la razón por la que hay más brujas que brujos es porque son más crédulas, porque son más fáciles de impresionar y porque tienen una “lengua mentirosa y ligera: aquello que aprenden en las artes mágicas lo ocultan difícilmente a las otras mujeres amigas suyas, y como son débiles, intentan una venganza fácil por medio de maleficios”. Pero, además, los autores tratan de dar una explicación de por qué son así las mujeres: argumentan que la naturaleza femenina es distinta a la del hombre y que no podía ser de otra manera, ya que desde su misma formación, a partir de un hueso curvo, tienen implícita la desviación, lo que las hace más carnales, más falsas, más vengativas y más perversas que el hombre.[3]
Este estereotipo hostil será el que dé pie a la persecución de la brujería en el Renacimiento europeo y del que partirá la caracterización de la bruja moderna, aunque, con el tiempo, perdió su vinculación diabólica que era su característica principal y el argumento para perseguirla y matarla.
*licenciada en literatura intercultural (enes morelia) Universidad Nacional Autónoma de México UNAM´
Para leer todo el texto http://www.elem.mx/personaje/datos/1008