Estela Casados*
SemMéxico, Xalapa, Veracruz, 14 de mayo, 2024.- Mañana será el “Día del Maestro” y siendo profesora es inevitable pensar en cómo han discurrido tantos años en el aula, dando clases, asesorando e impartiendo tutorías a estudiantes. Haciendo tantas cosas que “no me corresponden”, pero que era necesario atender, descubriendo el impacto de mis acciones que para bien y para mal han moldeado el hacer profesional de la comunidad estudiantil a la que he dado acompañamiento docente en la universidad.
Soy profesora feminista, desde luego; al igual que muchas colegas ese es un distintivo de nuestra labor. Hay que reconocer que no somos las primeras con esa perspectiva docente. Los registros históricos muestran que a finales del siglo XIX existieron profesoras normalistas que se autonombraban feministas y su quehacer docente, social e intelectual así lo demostró.
En pleno siglo XXI ¿cómo nos va a las feministas que somos profes universitarias? Bueno, pues es una experiencia interesante, muchas veces satisfactoria, pero para nada fácil. ¿Por qué? Me parece que hay muchas razones que entretejen el grado de dificultad, pero me gustaría detenerme en dos de ellas: los contenidos teóricos y metodológicos que manejamos y el seguimiento que damos al respeto a los derechos de las mujeres y las disidencias sexuales en las universidades donde laboramos.
Doy clases en una Facultad y ya perdí la cuenta de las veces en que mis colegas han cuestionado y se han mofado de los contenidos de mis materias, sepan de Antropología Feminista o no. Les interese o no. La descalificación a la academia feminista es continua y feroz, pues muchas veces se emboza en el mismo discurso teórico que cuestiona todo a través de un quehacer científico patriarcal y misógino, por decir lo menos. Continuamente nos sentimos a prueba y con la obligación de demostrar la solidez científica e innovadora de nuestro quehacer. Luego nos hartamos de intentar dialogar sin éxito con quienes no tienen interés de hacerlo y preferimos abocarnos a la construcción y debate sólido de contenidos que aporten a nuestra disciplina.
Otro elemento que abona a la complejidad de nuestra labor es el seguimiento a los casos de violencia de género en las instituciones de educación superior, pues pareciera que la búsqueda de una debida sanción a agresores es una exageración histérica y ridícula. Pese a ello, la elaboración de Protocolos de atención a la violencia de género ha proliferado en las universidades del país sin que esto necesariamente sea sinónimo de una adecuada y exitosa implementación; pero ahí vamos las profes feministas: empujando los casos, denunciando irregularidades e interviniendo cada vez que nos sea posible. Queremos construir otro horizonte para la comunidad estudiantil universitaria, uno de igualdad y respeto a los derechos humanos. Por lo pronto vamos dejando precedente de que se puede cambiar el rumbo, pero somos las primeras en reconocer que no es suficiente.
Y esa falta de suficiencia nos llena de un desánimo insoportable, al menos a mí. Seguir empujando el tema se vuelve doloroso y achicopalante. Ahí es cuando entran en acción las comunidades de cuidados de las profes feministas universitarias para sostener a quienes, en medio del desánimo, estamos a punto de caer. Las estudiantes también son un bálsamo para el alma desconsolada. Hace unos días, una de ellas me escribió una nota de gran poder sanador: “eres la luz que me guía para ser una mujer más libre”.
¡Abrazo grande a las profesoras feministas!
*Coordinadora del Observatorio Universitario de Violencias contra las Mujeres. Universidad Veracruzana