Vida y Lectura| Almudena Grandes

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Marcela Eternod Arámburu

SemMéxico, Aguascalientes, 3 de diciembre, 2021.- El pasado sábado, 27 de noviembre, me sorprendió la noticia de que había fallecido María Almudena Grandes Hernández, a la ahora temprana edad de 61 años que cumplió en mayo pasado. Los tiempos actuales, en los que casi todo es instantáneo e inmediato, aturden y deshumanizan, sin apenas dejar espacio para lamentaciones y mucho menos para el análisis y la reflexión.

Tristeza, sorpresa y un identificable desasosiego fue lo que me causó su deceso porque he seguido a esta escritora desde hace casi treinta años, cuando cayó en mis manos esa ordinaria y a la vez extraña novela “Las edades de Lulú” que sorprendió por diversos motivos. A unos por irreverente, a otras por erótica; a unos por la complejidad de la protagonista, a otros por los matices y a las más por tratar ese tema tan presente y tan oculto que se llama deseo.

He de confesar que lo leí por casualidad y, si bien no lo clasifiqué como extraordinario, sí tomé nota de que había intensidad narrativa, fluidez, trasfondo y sustancia, aunque todo centrado en “la terrible Lulú”. Hay que recordar que el nefasto Francisco Franco murió a finales de 1975 y que España tardó aún varios años en darse cuenta que la dictadura, el control y la represión dejaban paso a una tímida libertad. Y ese es uno de los aspectos más relevantes en esta primera novela de Almudena Grandes que pone en el centro el deseo y la libertad, lo prohibido, lo más censurado, lo que trataron de controlar la religión y el Estado durante los más de 30 años que duró el franquismo.

Disfruté más su tercera novela “Malena es un nombre de tango” sin menospreciar ese triste y deprimente juego de soledades y resignaciones que Grandes sintetizó en “Te llamaré viernes”. La historia de Malena es una historia de familia, hay un abuelo travieso, un padre y una madre, una tía misteriosa, una hermana terrible, una trabajadora del hogar, una esmeralda y una maldición. Amores, desamores, envidias, miserias, intrigas, venganzas; en fin, lo que se ve en todas las familias, a pesar de los enormes esfuerzos que éstas hacen por ocultar sus verdades.

Con “Atlas de geografía humana” que cuenta a cuatro voces gran parte de los mandatos, prejuicios, problemas, frustraciones y contradicciones que enfrentan las mujeres (Ana, Marisa, Fran y Rosa) decidí que Almudena era una escritora a la que valía la pena seguir. Pero cuando leí “El corazón helado” me convertí en una más de esa multitud de personas que nos constituimos en fieles seguidoras. Esta historia de enorme fuerza, que corre desde principios del siglo XX hasta el postfranquismo, narra el antes de dos familias y el ahora de Álvaro y Raquel. Mientras ella sabe mucho de la familia de Álvaro, él desconoce mucho de su propia familia; mientras Raquel espera, él juzga; mientras ella sabe que significa el corazón y el hígado, el otro ni por asomo lo imagina.

No sé si es el gusto por sus historias de resistencia, de valentía, de cotidianidad heroica. No sé si son sus pequeños-grandes personajes, o sus adjetivos, o sus contextos, o la cercanía y lejanía de los hechos que se repiten una y otra vez, pero siempre se viven diferentes, se sienten y se recuerdan distintos. Tampoco sé si son las intrigas encubiertas o descubiertas, las traiciones exhibidas, la sangre detrás de los aparentes triunfos, sus historias de amor, los odios, la generosidad o la vileza más absoluta. Lo que sí sé es que durante años leer los libros escritos por Almudena Grandes ha sido uno de mis constantes placeres.

Y qué decir de su monumental obra que entrelaza cinco novelas reunidas como “Episodios de una guerra interminable” que abarca prácticamente todo el franquismo español en dos tiempos, el de la historia y el de las múltiples voces que forman las historias de los que perdieron, resistieron y llamaron a los otros sin esperanza, pero con urgencia. “Inés y la alegría”, “El lector de Julio Verne”, “Las tres bodas de Manolita”, “Los pacientes del doctor García” y “La madre de Frankenstein”.

Cinco novelas donde todo se repite, pero todo se redescubre. Donde se censura la indiferencia, la ambición y la cobardía, y se ensalza la solidaridad, la alegría, la dignidad, la bonhomía, la verdad y la contundencia de la vida vivida con libertad y responsabilidad.

Sean pues estas líneas un homenaje personal, humilde e irrelevante. Esta es la única manera que tengo para decirle adiós a una de mis más queridas escritoras, a una mujer que sabía contar esas historias que nos acercan a los otros y nos permiten conocer un poco mejor, entender más, corriendo el riesgo de querer y apreciar lo que no nos es propio. A una persona que sabía reír, amar, defender, discutir, enfrentar, cambiar, conciliar; pero sobre todo compartir con generosidad y franqueza lo que hacía: escribir.

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