Vida y lectura| Cenizas en la boca

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Marcela Eternod Arámburu

SemMéxico, Aguascalientes, 30 de octubre, 2922.- Cualquier novela tiene que mezclar un conjunto de circunstancias que, con o sin intención, se entrelazan con sus personajes. Del talento con el que se tejen temas, situaciones y acciones surgen las ficciones, verosímiles o insólitas, que estructuran los relatos. A veces con maestría, a veces con dolorosa nostalgia y obedeciendo a los recuerdos —no importa que sean verdaderos o falsos— y, otras veces, con imaginación o con un esfuerzo constante, se van desarrollando esos personajes que se transforman en el núcleo de la narración y se vuelven cercanos a la lectora.

Dicen que las buenas novelas son las que atrapan, las que obligan a llegar al final con una especie de ansiedad por saber cómo terminan. Se trata de conocer los desenlaces, entender la trama y comprender esas realidades que a veces nos son ajenas, cercanas, entretenidas o increíbles; de todo hay. Este es el caso de la novela de Brenda Navarro: Cenizas en la boca. Una vez que se empieza, sin importar los saltos temporales, las repeticiones, la desconexión de los recuerdos, los cuestionamientos, las aclaraciones, las incertidumbres o los paréntesis, la historia atrapa y lo hace con fuerza.

Imagine una colonia militar donde se encuentran las familias de la tropa, esos soldados casi sin instrucción que se incorporan al Ejército mexicano para tener un trabajo remunerado a cambio de siempre obedecer, de hacer lo que otros —los oficiales, los preparados, los egresados del Colegio Militar— mandan. Aderece la circunstancia con la endogamia que inunda la convivencia social, donde todos se conocen. Sume la tradición patriarcal, una profunda violencia machista heredada por generaciones, en donde las mujeres en ocasiones solapan y casi siempre obedecen.

Combine lo anterior con las pequeñas cuotas de poder que otorgan los liderazgos naturales, el escalafón militar y el narcotráfico al interior del ejército, con la respectiva obligación de combatirlo al exterior. Añádale las desapariciones de mujeres, soldados, compañeras, hijas e hijos, padres y madres, sin que nadie pueda indagar el por qué, el cómo, el cuándo. Solo está permitido el silencio, el obediente silencio y la resignación ante los hechos.

Incorpore a lo anterior las ganas de una mujer por escapar, huir de la miseria, de una única manera de interacción social, siempre impuesta (que es una porquería) y de los comportamientos familiares a los que está obligada por tener una hija, en palabras de su madre, producto de una violación, y un hijo de un marido muerto siendo él muy pequeñito (otra porquería). Escapar de las responsabilidades obligadas, del conformismo, del miedo que permea sus huesos, de la obediencia a sus padres, porque vive con ellos, y de otras obligaciones impuestas. Escapar también del miserable espacio físico que la ahoga, de las mentiras propias y ajenas. Migrar, irse a España, muy lejos, lo más lejos que le sea posible. Y pagar durante nueve largos años los costos de culpas, chantajes y vilezas que cada mes le pasan la factura por su abandono.

Agregue ahora a un adolescente que logra la proeza de volar seis segundos, antes de estrellarse contra el pavimento, al lanzarse de un quinto piso de un edificio de viviendas populares en Madrid, dejando azorada y en total desconsuelo a una hermana (la voz narrativa) que lo cuidó de niño, aunque decidió poner distancia ante ese adolescente que ya no conocía, furioso, marginado, inteligente, sarcástico y totalmente solo, que todo lo veía desde el prisma de que la vida no era justa y nunca lo sería ni con él ni con los suyos.

Imagine los lazos que unen a dos hermanos, unos abuelos, una madre migrante; una familia no del todo desintegrada que busca con ahínco amistad, afecto, comprensión, futuro, aceptación y algo de alegría. Y siempre topa con esa realidad cruda y cruel en la que siempre estarán, ajena a los esfuerzos que se hagan.

La novela de Brenda Navarro exhibe la dureza de tres ciudades: México, Madrid y Barcelona, donde los sectores populares urbanos se aglutinan, independientemente de todos sus encantos. Pone el énfasis en lo complejo que es emigrar a otro país, donde jamás se logrará pertenecer, donde siempre se será extranjero, y más, si la migración obliga a desempeñar esos trabajos miserables que nadie más quiere hacer. La xenofobia es el precio por pagar, una vez que se decide que huir del espacio propio es la única alternativa para no sucumbir ante el propio destino.

Esos trabajos de limpieza mal pagados, con patrones abusadores, clandestinos, inestables, donde se trabajan muchas horas, se tienen enormes listas de tareas y se recibe un “salario negro” medianamente regular, es mejor, mucho mejor que quedarse en los territorios de la desesperanza y el horror. Esos trabajos de cuidados de niñas, niños y personas ancianas, descuidadas, malolientes, piojosas, de las que las familias no se ocupan y delegan en las “panchitas” (ecuatorianas, bolivianas, mexicanas), es mucho mejor que permanecer en el lugar de origen, y es la única manera de poder mandar recursos para que la propia familia pueda sobrevivir.

En síntesis, Brenda Navarro logra una novela sorprendente, irremediablemente real y explicablemente cercana a quienes no pueden dejar de ver la desigualdad, la exclusión y la siempre injusta condena a la pobreza en la que viven muchos migrantes. Estremece, en su novela, la contundente desesperanza de esas vidas que, sin horizontes, cuestionan la inutilidad de su propia existencia, dejando en quienes la leen un sabor a cenizas en la boca.

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