Marcela Eternod Arámburu
SemMéxico, Aguascalientes, Ags. 04 de diciembre, 2023.-En 2005, Denise Affonço publicó en Francia su testimonio, revisado 26 años después, de las atrocidades que cometieron los Jemeres Rojos en Camboya. En tan solo cuatro años, entre 1975 y 1979, el radical y extremista grupo de los Jemeres Rojos que ascendió al poder y renombró Camboya como Kampuchea Democrática, logró acabar con la cuarta parte de la población camboyana (se estima en al menos dos millones de personas) e instaurar un régimen de terror genocida.
Realmente es inexplicable que, en 1975, cuando la información fluía rápidamente, cuando la prensa internacional tenía a periodistas valientes e informados, cuando la sociedad de las naciones tenía fuerza, se guardara un cómplice silencio sobre lo que ocurría en Camboya. Total, un país tan lejano, tan pequeño y tan cerca del conflicto vietnamita qué importancia podría tener para la mal llamada civilización occidental. Los hechos demuestran que los países del mundo prefirieran no enterarse de lo que pasaba en lugar de exigir que se hiciera algo por detener una brutal carnicería y un genocidio absurdo.
Denise Affonço, hija de un francés mestizo y de una madre vietnamita, nació en Camboya y fue una víctima, entre millones, de Pol Pot, de su locura, de su paranoia y de su arrebatada e indecible crueldad. Camboya se sumió a fuerza de sangre y fuego en su periodo más oscuro y retrocedió en meses lo que había avanzado en muchas décadas. “El infierno de los Jemeres Rojos” cuenta la historia de lo que sucedió en Camboya durante esos cuatro años y de cómo fue el exterminio de la población en aras de erradicar cualquier vestigio del imperialismo, del colonialismo y del occidente para hacer resurgir a los jemeres puros, los campesinos, una sociedad sin clases, pero también sin orden, sin juicio y sin gobierno.
En enero de 1979 el ejército vietnamita, en una ofensiva cuidadosa, liberó Phnom Penh, la capital de Camboya. A finales de ese mismo mes una “moribunda, demacrada, más muerta que viva” Denise Affonço, logra escapar de la selva acompañada del único hijo que le queda vivo, Jean-Jacques, y llegar a Siem Reap, donde recibe ayuda de un médico vietnamita. El resto de su familia, con excepción de su madre que se resguardó en la frontera con Vietnam durante los años aciagos, estaba muerta. Sus amigos, colegas, amigas, vecinos, conocidos y compañeros de penurias habían fallecido; su esposo chino, entusiasta comunista, había sido eliminado y sus parientes aniquilados de distintas formas.
Y fue en Siem Reap que el Doctor Mu, un médico vietnamita compasivo que atendió a cientos de camboyanos moribundos, le pide a Denise Affonço que escriba lo que vivió en esos cuatro años de horror que estuvo a merced de los Jemeres Rojos, con la idea de que su testimonio sirviera para enjuiciar a los líderes del terror. Denise escribiría su testimonio y testificaría en el juicio que en ausencia se le hizo a Pol Pot y a Ieng Sary en Phnom Penh y los condenó a muerte en rebeldía.
La autora se animó a escribir “El infierno de los Jemeres Rojos” muchos años después, cuando tomó conciencia de que muy pocas personas conocían la historia de Kampuchea entre 1975 y 1979. El impacto de saber que, aun los especialistas en genocidios franceses desconocían lo que ocurrió en su país, fue lo que la impulsó a escribir su historia, sabiendo lo doloroso que sería hacerlo, pero consciente de que si no lo hacía los negacionistas ganarían y lo acontecido sería olvidado.
Además de Denise Affonço, hay muchos protagonistas en esta historia. En primer lugar, los Jemeres Rojos que estaban divididos en pro vietnamitas, que compartían con Vietnam su lucha contra los norteamericanos; y por otro, los pro chinos que hacían constantes incursiones en la extensa zona de Camboya que hace frontera con Vietnam y que, en su afán de controlar las provincias fronterizas, llegaban frecuentemente, a violentar pueblos, aldeas y pequeñas ciudades vietnamitas que convivían y comerciaban con sus vecinos camboyanos.
En segundo lugar, a lo largo de todo el libro está el hambre. “Tener hambre permanentemente y ver morir a tu hija de ocho años a fuego lento, sin poder darle nada, es un suplicio intolerable” dice Affonço. Lo único que se necesitaba era un mísero tazón de arroz, pero era imposible acceder a él y la niña, ya con nueve años, moría de inanición, mientras que la madre moría de angustia y desesperación. La realidad era que la mayoría de la población prisionera y esclava de los Jemeres Rojos, moría a causa del agotamiento por los trabajos forzados, las enfermedades que no curaba ni atendía nadie y el hambre permanente porque el país tenía que exportar ingentes cantidades de arroz para que el gobierno del terror pudiera comprar armas que le permitieran controlar todos los campos de producción y llevar a cabo la construcción de presas y diques para regar los cada vez más extensos campos de arroz.
Arroz que no podían comer quienes lo producían en condiciones de esclavitud y que se racionaba con precisión. De hecho, robar arroz, cocer arroz en forma particular o escamotear u ocultar algunas espigas era un delito fuertemente castigado con más, mucho más trabajo. Hervir “arroz era un delito severamente castigado: si lo poníamos en una olla, es que los poseíamos y si lo poseíamos era porque lo habíamos robado.”
Así, el hambre se vuelve un importante protagonista en esta historia. Atrapar un escorpión, una tarántula, un ciempiés, una cucaracha o cualquier otro insecto que pudiera ser llevado a la boca era un festín; encontrar termitas y atraparlas con la lengua, aunque se acabara con la cara hinchada, era una especie de fortuna que llevaba a la gratitud inmediata, cuando solo se recibía un aguado cucharón de atole de arroz, hervido en un agua inmunda, dos veces por día. Disputarles las sobras de las sobras a los pocos perros o a los cerdos que se alimentaban de ello, con el riesgo de ser mordidos por ellos, era un indicador de cómo el hambre lograba que se perdiera la dignidad y el orgullo. Los grandes festines, en esos aciagos días, eran las ratas, los ratones y las espinacas acuáticas que si bien amortiguaban el hambre provocaban graves problemas intestinales.
Otro gran protagonista es “Angkar”, la infalible, omnipotente, demandante, exigente e invisible voluntad que todo controlaba, el pequeño grupo de personas inidentificables que transmitía la voluntad de Pol Pot, quien decidía todo lo que se tenía que hacer. Quién vivía, quién moría, quién trabajaba en que campo, que se tenía que hacer en determinado tiempo y qué hacer en casos de incumplimientos de cuotas y plazos. Era Angkar quien tenía que reeducar a todas esas personas corrompidas por occidente (maestros, estudiantes, médicos, abogados, ingenieros, artesanos, mecánicos, funcionarios, comerciantes, transportistas, militares y un largo etcétera) para transformarlos en nobles y fuertes campesinos, en productores de arroz y en pilares de la Patria, sin emitir la más mínima queja, sin mostrar un solo sentimiento y sin cuestionar absolutamente nada porque el precio a pagar, de hacerlo, era sencillamente la muerte.
“El infierno de los Jemeres Rojos” es un libro espantoso que hay que leer para tener siempre presente que la crueldad no tiene límites y que es necesaria la valentía, acompañada de compasión y empatía, para poder enfrentar la locura y la crueldad con una mínima pincelada de humanidad.