47 años sin Rosario Castellanos (1)

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Pasear con una mujer que sabe latín

Elvira Hernández Carballido

SemMéxico, Pachuca, Hidalgo, 9 de agosto ¿Han observado la perfección de los balcones del antiguo edificio de Mascarones? Su belleza es seductora, con razón representan la imagen del metro San Cosme y cuando uno decide bajarse ahí sabe que se topará con un edificio que ahora da asilo a voces en diferentes idiomas, pero que en antes de la mitad del siglo XX daba asilo a las voces filosóficas y literatas.

En efecto, el edifico de Mascarones fue durante un buen tiempo la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ahí estudió una de las escritoras más importantes de nuestro país, Rosario Castellanos.

Chayito había nacido en el Distrito Federal en 1925, pero de inmediato se la llevaron a vivir a su querida Chiapas, regresó adolescente para estudiar. Por eso, hay tardes en que vengo a este antiguo edificio de Mascarones y me asomó a cada uno de sus balcones para buscarla, para aspirar su aroma literario, para perseguir su espíritu de poeta eterna. Y por supuesto, la encuentro.

Si recorren lentamente la Calle de Naranjo podrán descubrir sus huellas literarias y reencontrarse con esa niña que desde pequeña tuvo una certeza como lo confesó en uno de sus poemas: 

Y fui educada para obedecer.

Y sufrir en silencio.

Mi madre en vez de leche.

Me dio sometimiento

Tal vez alguna tarde de otoño, mientras pisaba nostálgica las hojas caídas de los árboles, evocaba ese hecho que, al parecer, marcó profundamente su existencia: El nacimiento de un hermano, un niño que parecía tener privilegios simplemente por ser el varón, pero murió. Esa muerte fue muy lamentada por su madre y por su padre, el dolor fue tan grande que en un principio olvidaron a su hija, después exageraron los cuidados. Ambas situaciones encerraron a Rosario en una absoluta soledad y total proteccionismo. Seguramente, mientras se recargaba en un frondoso árbol de esta Alameda de San Cosme recordaba esas palabras maternas, esos argumentos paternales: 

“Nunca me dejaron hacer nada… 

No salgas… 

No te vayas a resfriar… 

No, te vas a caer… 

No, no, no… 

¿Qué puede hacer alguien así? 

Sentarse a escribir ¿No?”

Entonces, ella comenzó a refugiarse en la escritura. A los 16 años llegó a la Ciudad de México pues había decidido estudiar en la entonces Escuela de Altos Estudios de Filosofía y Letras, en la UNAM.  Fue compañera de Dolores Castro, Margarita Michelena, de Jorge Ibargüengoitia y Emilio Carballido. Juntos discutían y juntos se motivaban. Seguramente esta privilegiada generación compartió palabras, emociones, suspiros, espejos y confesiones. 

Siempre imagino ese patio central de los Naranjos del edifico Mascarones el día que ella obtuvo el grado de maestría en Filosofía, justo a la mitad del siglo XX. Se tituló con la tesis Sobre cultura femenina

Dos años antes de su examen profesional, Rosario Castellanos ya había publicado su primer libro de poemas, Trayectoria del polvo.  También había parecido Apuntes para una declaración de fe.  Luego surgió su obra narrativa: Balún Canán (1957, novela), Ciudad Real (1960, cuentos), Oficio de Tinieblas (1962, novela). Quizá algunas tardes regresaba a este viejo edificio de Mascarones a buscarse y a enfrentarse a ella misma. Irónica y directa se recargaba en uno de los recovecos de esa Fachada del siglo XVIII, una de las mejores del país, y se burla de sí misma, hasta en el momento que decidió casarse:

“Tanta actividad me dio mala espina. ¿Histeria? Había llegado a los 32 años sin más que unas frustradas y melancólicas experiencias sentimentales.  (Entonces) me quité los moños, me puse lentes de contacto, me compré una colección de vestidos nuevos. En fin, tomé todas las providencias que toman los animales cuando se trata de perpetuar la especie.”

Su vida y sus decisiones se asemejan a las cariátides que adornan este edificio de Mascarones, así a los 32 años se casó, a los 36 fue madre de Gabriel, su hijo único. Escribió en ese lapso Los convidados de agosto y Álbum de familia. En 1973 publicó Mujer que sabe latín, libro conformado por varios ensayos y en donde realizó una reflexión profunda sobre la condición femenina. 

Cuánto extrañaría Rosario Castellanos ese inolvidable edificio de Mascarones cuando en 1971 se fue a Israel como embajadora.  Y regresó dormida a su México lindo y querido el 7 de agosto de 1974, cuando murió por culpa de una lámpara como llorara Sabines en su poema “Recado a Rosario”:

Huérfana y sola como en las novelas,
presumiendo de tigre, ratoncito,
no dejándote ver por tu sonrisa,
poniéndote corazas transparentes,
colchas de terciopelo y de palabras
sobre tu desnudez estremecida.
¡Cómo te quiero, Chayo, cómo duele
pensar que traen tu cuerpo! —así se dice—
(¿Dónde dejaron tu alma? ¿No es posible
rasparla de la lámpara, recogerla del piso
con una escoba? ¿Qué, no tiene escobas la Embajada?)

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