Escribir con el presente: archivos, fronteras y cuerpos

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*Reproducimos el Discurso de Cristina Rivera Garza del 26 de agosto de 2023, cuando ingresó a El Colegio Nacional 

CRISTINA RIVERA GARZA*

SemMéxico, Ciudad de México, 8 de mayo, 2024.-Un poco después de 1901, una pareja de campesinos sin tierra emprendió la caminata desde el altiplano potosino hasta el norte de Coahuila, donde esperaban encontrar empleo en las minas de carbón entre Barroterán y Nueva Rosita, cerca de la frontera con Estados Unidos. Se dejaron guiar por las vías del tren, que desde 1888 pasaban ya junto a Venado, y por los rumores que se abalanzaban desde los caminos de tierra y se metían con el viento hasta sus casas: allá sí hay para comer, siempre hay trabajo, la paga es buena. Allá no es como aquí. Tal vez se echaron a andar una tarde de primavera, cuando se dieron cuenta de que ni el maíz ni el frijol se darían esta vez. Quizá arrancaron su larga caminata una mañana de verano, días después de otra cosecha ínfima, calculando que entonces las peripecias del clima no se sumarían a las amenazas propias de la travesía. Tal vez se siguieron por Real de Catorce para llegar, luego, a Estación Vanegas. O tal vez tomaron rumbo a Matehuala, por el Cedral. De cualquier manera, tendrían que atravesar la Gran Guachichila, esa extensión territorial de Aridoamérica por la que alguna vez habían cabalgado, libres y nómadas, las cabezas rojas de los guachichiles, y que ahora se abría en caminos que conducían hacia pueblos como Matehapil, San Juan del Retiro, San Juan De las Raíces, Huachichil, Saltillo. Una vez ahí, acaso avanzaron poco a poco, exhaustos y a tientas, durmiendo en cuevas y ofreciendo sus brazos en haciendas o estancias, antes de llegar a los minerales donde se asentarían por unos años.  

Las sequías constantes de fines de siglo XIX, especialmente la más terrible de 1896, los habían expulsado lenta pero inexorablemente de las regiones agrícolas que rodeaban a Venado para lanzarlos por temporadas completas hacia las minas de plata por Charcas y Real de Catorce. Sabían lo que era el hambre, la oscuridad de los tajos, el peligro del derrumbe. La inminencia de la asfixia. Habían visto morir a muchos y alejarse, para siempre, a tantos más. Tal vez habrían continuado así, pero se habían casado en el verano de 1898 y, un año más tarde, en el otoño de 1899, vieron nacer a su primer hijo. Apenas un mes después, entre vómitos y deshidratación, lo vieron morir también. Se lo había llevado la disentería, una enfermedad curable que, sin embargo, era una condena a muerte en la comunidad indígena a la que pertenecían. 

Los nombres de esa pareja de migrantes, que ahora podríamos denominar como refugiados climáticos, eran José María Rivera Doñez y María Asunción Vásques, mis abuelos paternos. Y Florentino era el nombre de su primer hijo, similar al del gobernador guachichil Felipe Florentino del barrio de San Jerónimo de Agua Hedionda quien, después de participar en el gran tumulto de 1767 contra la corona, fue condenado a la pena capital junto con doce rebeldes más. Ahorcado primero y decapitado después, la cabeza de Felipe Florentino fue colgada de una picota, la cual instalaron frente a su casa luego de derribarla y de salar la tierra donde se asentaba. Tanto su mujer como sus hijos fueron expulsados de su pueblo, y sus descendientes condenados a no regresar jamás.  

Habrán notado la gran cantidad de incertidumbre, materializada en la repetición de los “tal vez”, “quizá”, “acaso”, que se desprende de los párrafos anteriores. Todos estos años después de haber llevado a cabo la investigación que resultó en la escritura y eventual publicación Autobiografía del algodón, el libro en el que primero exploré estos sucesos, todavía dudo, todavía tengo que hacer una pausa y poner todo en cuestión. ¿Pero realmente fue así? ¿Estoy haciendo honor a la verdad u honor a la ficción, o deshonro a ambas, cuando produzco una escena de la que no fui parte y que reconstruyo a cuentagotas, laboriosamente, muy cerca del trabajo meticuloso de investigadores y archivistas, gracias a la existencia documentos añejos? ¿Hago bien en sugerir, a través de la repetición de un nombre propio, una conexión a través del tiempo y del espacio, bien anclada en la memoria colectiva, entre el destierro de la familia y descendientes de un guachichil tumultuario de finales del siglo XVIII y la destitución de mis antepasados a inicios del XX? Y, más al punto, ¿es posible, desde el siglo XXI, dar cuenta cabal de esa realidad que incluye el drama del territorio y el drama de la migración? ¿Es posible del todo organizar los vocablos, las oraciones, los signos de puntuación, los párrafos o los versos para que quepan ahí los cuerpos de los hombres y las mujeres pobres que, un buen día, emprenden un viaje sin retorno, y del territorio árido, siempre expansivo, sobre el que afincan sus pies, y los cultivos y minerales con los que entran en una relación carnal y asimétrica, y tantas veces cruel, que, sin embargo, les asegura un lugar sobre el planeta? 

Estas preguntas me han atareado y me han puesto simultáneamente en alerta por años enteros. A todas ellas, de una u otra manera, he respondido con un sonoro sí en Había mucha neblina o humo o no sé qué, Autobiografía del algodón, y El invencible verano de Liliana—libros que he publicado en lo que llevamos del siglo XXI, y que oscilan entre la ficción y la no ficción, valiéndose de la investigación de campo e investigación de archivo, de la entrevista y la rescritura, para aproximarse lo más cerca posible a experiencias de acumulación y de justicia que, que más que estar a punto de difuminarse, han quedado sedimentadas, materialmente, en las capas de tierra y en las capas de la atmósfera que me alientan a manifestarlas como preguntas en primer lugar.  

Se dicen fácil todos estos conceptos, pero cada uno de ellos—la ficción y no ficción, investigación y escritura, sedimento y acumulación, tierra y atmósfera, y archivo y materialidad—llevan dentro de sí discusiones largas. Vayamos por partes. 

LOS ARCHIVOS INCOMPLETOS 

José Revueltas tenía apenas 19 años cuando llegó, a caballo, hasta Estación Camarón, un poblado que quedaba a unos 15 kilómetros de la frontera con Estados Unidos donde había estallado una huelga que amenazaba la producción algodonera de toda la región. Era la primavera de 1934 y Revueltas, que era un militante comunista y todavía no el escritor que llegaría a ser, se emocionaba ante la posibilidad de una transformación radical de su entorno. Pronto, en las cartas que escribió a su familia, compartió sus andanzas en bailes y comidas, así como su febril entusiasmo por una movilización de trabajadores agrícolas que ponía en jaque al Sistema de Riego Número 4 y los bancos ejidales que “refaccionaban” a los agricultores, abriendo la posibilidad de un cambio radical. Aunque su función oficial era “organizar a las masas”, Revueltas se dedicó a hacer preguntas y a tomar copiosas notas sobre el curioso experimento estatal que consistía en extender los límites del desierto a través de la instauración de la agricultura, especialmente la producción de algodón, para lo cual distintos gobiernos postrevolucionarios habían invertido en infraestructura pesada, como la construcción de presas—especialmente en este caso la Presa Don Martín, inaugurada en 1927—así como en la reforma agraria, por medio de la dotación de tierra ejidal y de pequeña propiedad privada para migrantes del sur de México y deportados provenientes de los Estados Unidos. Con base en esas notas, y los recuerdos de la persecución de la que tanto él y sus amigos comunistas fueron objeto—una persecución que lo llevó por cárceles de Tamaulipas y Nuevo León, hasta terminar en el penal de las islas Marías—Revueltas escribió Los muros de agua, su primera novela, en 1941, así como El luto humano, publicada dos años más tarde, en 1943. 

Los análisis sobre El luto humano no son pocos en la historia literaria de México. Algunos estudiosos se han centrado, y con justa razón, en el carácter eminentemente político de la obra de Revueltas, mientras que otros le han puesto atención a la dimensión filosófica de su pensamiento acerca de la muerte, que lo empaña todo desde las escenas inaugurales de esta novela: ahí está, blanca, sobre la silla, lista para entrar bajo el mosquitero e introducirse en, Revueltas usa el verbo confundirse con, el cuerpo infantil de Chonita, quien respira trabajosamente bajo la mirada aturdida, “inteligente de pesar”, de Cecilia, su madre. No se ha hecho suficiente hincapié, sin embargo, en la experiencia personal de Revueltas en los campos algodoneros de la frontera norte de México aquella primavera de 1934, en lo que algunos denominarían ahora, desde distintas disciplinas, como su acción participativa o investigación de campo o, incluso, su práctica etnográfica. Los telegramas en los que quedó asentada la comunicación entre autoridades locales y estatales mientras se organizaban para responder a lo que consideraban como “amenaza comunista” no solo constituyen una prueba fehaciente de la presencia de Revueltas en el área sino también de la existencia misma de una huelga que, aunque según los activistas conminó a unos 5,000 trabajadores agrícolas, no aparece en los registros oficiales ahora albergados en distintos archivos de la región. 

Contrario al reconocimiento que ha generado a lo largo de los años, los primeros comentarios sobre El luto humano fueron circunspectos, sino es que francamente recelosos. Tanto Octavio Paz como José Luis Martínez y Juan José Arreola desconfiaban, entre otras cosas, de la pluralidad de géneros discursivos empleados en la narrativa. Algunos notaron la incorporación de largo párrafos explicativos, especialmente en lo referente a la estructuración del Sistema de Riego o al proceso de siembra y cosecha del algodón, como defectos asociados al talante político del autor, dispuesto a romper con el discurso propiamente literario con fragmentos más bien sociológicos, en lugar de apreciar, como lo hace desde el presente el investigador Antonio Cajero, “el carácter innovador… a caballo entre la poesía, el ensayo y la novela… [y la combinación de] discursos bíblicos, panfletarios, históricos” presentes en El luto humano. Me detengo aquí precisamente porque en esa colindancia crítica, a contracorriente de tradiciones y modas de su momento, se tocan e increpan la ficción y la no ficción creativa en modos que nos hablan directamente a nuestros días. Traigo a colación El luto humano aquí, pues, no sólo porque en este texto se registra la presencia de Revueltas en los campos de algodón donde, quiero creerlo así, se encontró con mis abuelos paternos y maternos que se asentaron ahí hasta 1937, sino también y sobre todo porque su participación personal en la huelga Ferrara incitó, ¿debería decir provocó?, un experimento literario que resulta especialmente significativo para las lecturas de hoy. 

El título original de El luto humano fue Las huellas habitadas, una frase contradictoria y fatídica al mismo tiempo porque, si las huellas por definición son seña de lo que no está, ¿en qué se convierten cuando vuelven a ofrecerse en habitación a otros? ¿Un territorio zombie? ¿Una llamada a la resurrección? Tal vez “El escritor y la tierra”, un texto de apenas un par de páginas que Revueltas leyó en una comida organizada por el PEN el 3 marzo de 1943, y que luego publicó en El Popular al día siguiente, y también años después, el 2 de febrero de 1947, en el suplemento cultural de El Nacional, nos pueda dar visos de la relación entre cuerpo, territorio y escritura en la obra revueltiana. Todo lo que tiene cuerpo tiene una ubicación sobre la tierra, nos recordaba Revueltas en este ensayo: la piedra, el pez, los árboles, nosotros mismos. Esa ubicación delata nuestra pertenencia a una tierra radical y estructuralmente compartida. No hay tabula rasa. Nuestros pies se acoplan, sabiéndolo o no, a las huellas producidas por otros: humanos y no humanos por igual. Siempre hubo alguien o algo antes aquí. La huella como resto, como seña de una presencia ahora ausente, genera de manera ineludible la pregunta sobre la pertenencia, volviéndola una “cuestión ardiente”, es decir, política. Desentrañar esa pertenencia, lanzarle interrogantes a esa pertenencia, es la misión de la escritora en tanto ser con cuerpo. Y aquí se mezcla la materialidad de la experiencia con la materialidad del lenguaje con el componente siempre explosivo de la imaginación. 

En la serie de ensayos sobre raza y escritura que la poeta norteamericana Claudia Rankine congregó en The Racial Imaginary argumenta que “nuestra imaginación es una criatura tan limitada como nosotros mismos. La imaginación no es un reino especial y sin filtros que trasciende las toscas realidades de nuestras vidas y mentes”. De hecho, pensar que “la imaginación no es parte de ´mí´, que no es creada por la misma red y matriz de historia y cultura que me hizo a ´mí´” equivale a decir que la imaginación es ahistórica e inmaterial, una utopía post-ideológica donde no cabe la refriega de los cuerpos en toda su compleja materialidad. La imaginación, quiero argumentar, no es un atributo de la ficción sino el rasgo intrínseco a toda práctica de escritura, es más: a toda práctica de lectura. Ni los relatos orales ni los documentos escritos saltan por sí solos de su soporte material, ingresando, incólumes, en el sistema de percepción humano, donde serían consumidos. Muy por el contrario, la imaginación juega un papel fundamental tanto en el contexto en el que ese contacto (escritura: lectura) se produce como en la memoria colectiva y personal que su presencia activa. En ese sentido toda escritura es escritura de la imaginación. Se trata, por supuesto, de una imaginación acuerpada que nace, se complica o desfallece gracias a, o en contra de, los mismos vectores de poder que estructuran nuestras vidas. 

Cada vez tiene menos sentido hablar de una separación estricta entre ficción y no ficción. Ya Josefina Ludmer, la crítica argentina, denominó como literaturas post-autónomas a aquellas que, partiendo de y acuerpando la realidadficción que nos constituye, se inscriben de manera ambivalente tanto dentro como fuera de lo literario. Menos preocupadas por asentir a las “leyes internas del campo” o a interrelacionarse con otras esferas, como lo económico y lo político, por ejemplo, como si se trataran de unidades discretas, son escrituras a las que poco les ha importado adquirir el epíteto de literarias y de las que no se puede decir con precisión si son ficción o recuento de los hechos. La función de esas escrituras era, y es, en cambio, producir presente. En muchos sentidos, estas literaturas pos-autónomas comparten el espíritu irreverente y combativo de los relatos que eligen “quedarse con el problema”, como lo enuncia la pensadora Donna Haraway al referirse al reto de construir una vida y una simpoiesis en cercana colaboración con entes humanos y no humanos con los que compartimos un planeta dañado.

Leída como una operación literaria en la que la ficción y la no ficción cumplen funciones igualmente cruciales, y en la que la ubicación, es decir, la pertenencia humana y no-humana a una tierra radicalmente compartida constituye una “cuestión ardiente”, El luto humano es menos política debido a la ideología de su autor en tanto militante comunista, y más por la red de relaciones materiales que expone y problematiza en grados de absoluta concreción. Como lo he discutido antes, tanto las alianzas como el encono entre los complejos personajes que atestiguan los estertores últimos de un pueblo otrora productivo corren el riesgo de volverse simples parapetos esencialistas o psicologizantes si no se toma en cuenta su relación orgánica con el drama material del desierto norteño a inicios del siglo XX: la lucha entre la tierra árida y la imposición de la agricultura, en tanto un proyecto de estado posrevolucionario; la lucha entre los trabajadores agrícolas y las nuevas formas de desigualdad generadas por el proceso de colonización; la lucha entre los que insistían en reproducir jerarquías del pasado y aquellos que avizoraban una sociedad más justa a través de la organización colectiva de la huelga. Esta exploración profunda de la ubicación como pertenencia, o de la política de la huella, tiene, por otra parte, la virtud de introducir a la novela en marco de la histórica de la literatura norteña, aún más: fronteriza, dentro del canon mexicano. Tal vez solo un testigo presencial, un observador puntual de las relaciones humanas, pudo distinguir con tanta sagacidad el sedimento indígena en los rostros y manos de los campesinos sin tierra y los deportados que coincidieron en uno de los proyectos económicos más fructíferos, y de consecuencias ecológicas más devastadoras, de inicios del siglo XX en México. 

Pero la novela así entendida no solo se detiene ahí, problematizando las condiciones de la pertenencia desde el punto de vista humano. Porque Revueltas le reconoce una ubicación concreta y precisa también a lo inerte y lo menudo, como la piedra, y a la estructura planetaria que sostiene la oscilación de la tierra misma, El Luto humano no pocas veces es visto y ve desde el ángulo de Urano o desde ese tiempo, que Revueltas define como tiempo denso, que se pervive antes y después de la muerte en cuanto tal. No sería descabellado incluir entonces a El luto humano como un ejemplo de las textualidades que, al decir del crítico catalán Jordi Carrión, ha ido generando el interés por y el contacto con la astrogeología, una disciplina que, por cierto, no le era extraña a ese joven José Revueltas que albergaba la ilusión brutal de escribir una historia material del mundo. 

LOS ARCHIVOS DE LA TIERRA DEL EN-MEDIO 

Al comienzo de Borderlands/La frontera. The New Mestiza, el libro que transformó la manera en que investigábamos, e incluso concebíamos, a la frontera entre México y Estados Unidos, la autora chicana Gloria Anzaldúa cuenta como, al igual que les aconteció a mis abuelos paternos, una sequía afectó radicalmente la historia migratoria de su núcleo familiar a inicios del siglo XX. Viuda y con 8 hijos, la abuela de Anzaldúa fue presa fácil de depredadores inmobiliarios quienes, aduciendo falta de pago de impuestos, confiscaron su tierra. La desposesión, narra Anzaldúa, fue social y no solo personal, aconteciendo de manera paralela a la creciente violencia, que incluía tanto persecuciones como los linchamientos contra méxico-americanos y chicanos que se sucedieron consuetudinariamente de California a Texas desde 1848, después del Tratado de Guadalupe, hasta inicios del siglo XX. Pronto, el sur de Texas pasó de ser una agricultura de temporal a una de riego, regida por grandes corporaciones que, además, contrataron como trabajadores asalariados o como sharecroppers a los agricultores ya sin tierra. Como la vida de tantas familias fronterizas, la historia de los Anzaldúa estuvo íntimamente ligada a los vaivenes del algodón, y fue ahí precisamente, en un campo de algodón, mientras ella “was chopping cotton”, que la joven Gloria Anzaldúa tuvo su primer encuentro con la mordida de la serpiente de la que, en su propia genealogía espiritual, provino su fuerza, su sentido de pertenencia y, en conjunto, su cambiante identidad física y cultural.  

Publicado en 1987, 45 años después de su nacimiento en 1942, Borderlands se convirtió poco a poco en un hito intelectual. Escrito en inglés y en español, y tocado también por algunas de las lenguas indóciles practicados en la frontera, a saber, inglés o español estándar, inglés en slang, español mexicano, español norteño, chicano, tex-mex y pachuco o caló, Borderlands maniobró así, por principio de cuentas, contra el terrorismo lingüístico que engendró una tradición monolingüe de silenciamiento a la que Anzaldúa aborrecía. El libro también intercalaba párrafos y versos libremente, citas de la alta teoría y pedazos de corridos o dichos, ofreciendo una serie de recuentos históricos, ensayos académicos, textos autobiográficos, así como reflexiones lingüísticas y apartados terapéuticos que, yuxtapuestos unos contra otros, en constante y ardua interacción, no se limitaban a explorar el tema de la frontera, sino que la encarnaban propiamente en el lenguaje mismo. Como lo ha propuesto la experimentalista Gertrude Stein, la escritura aquí era menos acerca de algo y más una manera de encarnar materialmente ese algo. Lo que hacía la diferencia tanto entonces como ahora era la composición y el sentido del tiempo, aún más, de su propio tiempo. 

Desde el inicio, pues, Borderlands fue menos un texto sobre la frontera y más un libro fronterizo en toda la extensión de la palabra. Se trata, sin duda, de un claro ejemplo que lo que he venido llamando escrituras colindantes: aquellas que utilizan estrategias asociadas a un género literario para interrogar, o de plano hacer explotar, los confines de otro. No son textos híbridos porque su afán último no es producir una mezcla armónica ni tampoco son textos inclasificables porque, con tantos a cuestas, ya constituyen en sí mismos una clasificación, pero siguen siendo escrituras incómodas que ponen en juego las narrativas establecidas para lanzar desde ahí las preguntas sobre la acumulación y la justicia. Se trata, incluso y también, de un ejemplo de lass escrituras que he denominado como geológicas debido al esfuerzo crítico y eminentemente material por identificar y examinar las capas de experiencia que se han superpuesto una sobre otra bajo nuestros pies o una sobre otra en el aire que respiramos hasta dar la apariencia de ser el orden natural de las cosas. Me queda claro que, tal como lo argumentaba la crítica Kathryn Yusoff, es necesario “poner al descubierto la vida social de la geología” —en tanto lenguaje y en tanto práctica de acumulación y racialización— “y sus gramáticas de violencia”. Es necesario, añadía, producir una “economía distinta de la descripción” y comprometerse con otro modo de escribir capaz de llegar “más allá de la objetividad de la materialidad geológica, para tocar sus dimensiones inhumanas y anti-humanas en tanto praxis material y condición subjetiva.” Para cuestionar al pasado en tanto pasado, para identificar lo que de pasado hay en el presente, e incluso en el futuro, utilizo, como Yusoff misma, el término desedimentación en tanto operación crítica. Por eso argumento que la escritura geológica de Gloria Anzaldúa en Borderlands, es, por principio de cuentas, una práctica desedimentativa. 

 Tal vez por eso no es tan extraño que la academia norteamericana le haya otorgado un doctorado a Anzaldúa sólo hasta después de su muerte, y que la crítica tanto local como mundial se comportara con algo de reticencia y otro tanto de suspicacia ante sus múltiples retos estéticos y políticos. Acaso también a eso se debe que la versión en español tardara tanto en llegar (la traducción de Carmen del Valle, publicada en la colección de ensayo de la editorial Capital Swing no apareció sino hasta en 2016, por ejemplo). Pero Borderlands se hizo de un público propio y leal entre feministas y migrantes, tránsfugas y activistas y demás lectores atentos, y a la larga se colocó en las inmediaciones de una tradición de creatividad bilingüe (o multilingüe) que, hasta el día de hoy, sigue generando “literatura latinoamericana” desde los Estados Unidos, a veces con textos escritos en español y, a veces también, en inglés. 

A la manera de Revueltas, Borderlands inicia descifrando la relevancia histórica y política, siempre mutante pero estructural, de una ubicación—que es a la vez material y espiritual—muy precisa. Esa ubicación, que constituía en sentido estricto su pertenencia, no era una tabula rasa sino un territorio radicalmente compartido con otros. Porque creció entre dos culturas, a Anzaldúa le interesaba el contacto, la colindancia, lo que queda en-medio, de ahí su reconfiguración de la frontera como una nueva Nepantla, un término que ella tomó del náhuatl y se llevó directamente a la línea que divide el suroeste de Estados Unidos, sobre todo el sur de Texas, y el norte de México, específicamente Tamaulipas, dando cuenta de la conexión material y cultural entre sociedad indígenas mesoamericanas, especialmente los aztecas, y nativos norteamericanos.  

Invocar al poderío azteca desde ahí, desde el territorio hostil donde Anzaldúa enfrentaba, en tanto persona y en tanto comunidad, los distintos terrorismos de la colonialidad, trastocaba inevitablemente lo invocado. Aunque podían parecer idénticos, ni su Coatlicue ni su Coaxihuitl, ni su tlapalli eran los mismos que el estado mexicano ha apropiado al contarse a sí mismo como la culminación de una continuidad surgida a partir de la fundación de Tenochtitlán. La apropiación estatal de la sociedad Mexica, su centralidad en conceptos de nación y jerarquizaciones señeras de raza, clase y género, ha dejado poco espacio para el trastocamiento que, desde la perspectiva de Anzaldúa, es concomitante al espacio fronterizo. La continuidad que acecha e invoca en Borderlands para datar, y así legitimar, la presencia de las comunidades chicanas en territorio norteamericano no deja der ser también un esfuerzo por testerear, algunos dirían queerizar, los bordes de los géneros, en las definiciones que les corresponde tanto a los textos como a los cuerpos. 

Preocupaciones similares por la huella y el presente de las comunidades indígenas en el suroeste de los Estados Unidos han conducido, en tiempos más recientes, a una revisión de la aparente necesidad de esa liga que conecta, o conectaría, el sur de Texas de modo directo con el centro de México, resaltando en cambio la presencia de una plétora de pueblos indígenas en ambos lados del río Bravo desde tiempos anteriores a la conquista. En Indígenas del Delta del Río Bravo, el historiador Martín Salinas Rivera ha recalcado ya, por ejemplo, la presencia de aproximadamente 40 pueblos indígenas en la región, los mismos que José de Escandón documentó en los reportes que le envió a la Corona Española entre 1747 y 1757. Según los cálculos que hizo desde su campamento base, que se encontraba cerca de lo que hoy es Matamoros, en el área existían unas 2,500 familias, es decir, unas 15,000 personas distribuidas en rancherías más o menos temporales en las riberas del río Bravo. Vivían, casi todos, de la caza, la pesca y la recolección, y habitaban en chozas de carrizo abiertas a los elementos. En las listas de pobladores indígenas elaboradas por Salinas Rivera, en lolo que hoy es el norte de Tamaulipas y Nuevo León vivieron comunidades que respondieron a los nombres: Como se llama. O los Anda en camino. O Los que viajan solos. Uno más, tal vez el más el pueblo más numeroso: los Comecrudo. 

Este tipo de argumentaciones y hallazgos han informado, a su vez, el trabajo crítico y creativo que se genera acerca de y en estos territorios fronterizos. Con base en materiales de archivo, artefactos arqueológicos y recreaciones actorales, la artista visual colombiana Carolina Caycedo elaboró en 2020 Las enseñanzas de las manos, un documental en el que la presencia y las palabras de Juan Mancias, el jefe de los Carrizo/Comecrudo de hoy, resulta central para entender los orígenes de la violencia ecológica de la zona, poniendo especial atención al  conocimiento y la larga tradición de luchas indígenas contra distintas formas de colonización actuales. Así, aunque a los empresarios del noreste mexicano todavía les guste soñar con un pasado libre de pueblos indígenas, o uno en que todos ellos fueron arrasados por enfermedades y violencia en los años inmediatos a la conquista, el trabajo tanto histórico como artístico sugiere una habitación en pugna continua hasta el día de hoy. 

Aunque caracterizada por la contradicción, la explotación e incluso el odio, la frontera de Anzaldúa también se dice, y eso desde el prólogo mismo, con una red de verbos que le añaden sutileza y complejidad. Vaivén. Las fronteras son lugares cambiantes, en los que, por ejemplo, los distintos no tanto se confrontan, sino que “they edge each other”. El espacio que resulta de tal interacción, que ella encapsula con el verbo “to touch”, “shrinks with intimacy”. Donde hay diferencia hay frontera; donde hay frontera, hay intimidad. Y es desde esa intimidad física de los cuerpos que Anzaldúa revisa con fiero ojo crítico las desigualdades de género que limitaban el quehacer de las mujeres en particular, y de los cuerpos no normativos en general, y que la cercaban a ella, de manera personal, en tanto mujer y lesbiana, activista e intelectual. La lista de sus quejas contra un régimen machista, anclado en el silenciamiento y la abnegación forzada, resultaba casi tan larga como su inventario de las resistencias y alianzas que posibilitarían la existencia de un mundo apto para lo que ella denominó como la nueva mestiza, una forma de lo que ahora se conocería como feminismo interseccional y queer. Que Anzaldúa haya cuestionado las jerarquías que cercan a los cuerpos en una sección que titula “Terrorismo íntimo: la vida en la frontera” no deja de mostrar el agudo filo de su visión. Las palabras, aseguraba Anzaldúa, “son hojas de hierba que crecen en la página. El espíritu de las palabras que transita por el cuerpo es tan concreto como la carne, y tan palpable también”. Tal vez ese entendimiento de la escritura como un acto a la vez sensual y sensorial, y su manera de interrogar al cuerpo y territorio como una dialéctica en conjunto, yuxtaponiendo siempre lo personal a lo social, y viceversa, la llevaron directamente a un término que, en el mundo contemporáneo, liga a la violencia de género con formas sistemáticas de coerción y de control al emplear el concepto de terrorismo, a su vez definido como actos de violencia ejecutados para crear terror e inseguridad entre los adversarios y en la población en su conjunto. Así como Revueltas concatenó de manera orgánica la vida emocional de sus personajes con el sustrato material de su pertenencia en El luto humano, Gloria Anzaldúa entrelaza aquí la dimensión íntima de la violencia territorial con las férreas jerarquías de género que simultáneamente generan y ocultan, normalizándola, la violencia contra el cuerpo, especialmente los cuerpos de las mujeres. 

EL ARCHIVO DE LOS AFECTOS

  El 16 de julio de 1990, Liliana Rivera Garza, mi hermana menor, fue víctima de feminicidio cuando ella tenía apenas 20 años y era estudiante de arquitectura en la UAM Azcapotzalco. Unos meses después del crimen, una jueza de la Ciudad de México encontró que tenía en su haber suficientes evidencias para levantar una orden de arresto contra Ángel González Ramos, su exnovio, quien de inmediato se dio a la fuga y quien, desde entonces, ha permanecido fuera del alcance de la ley. El invencible verano de Liliana, creció de los muchos años de silencio forzado y duelo solitario que siguieron a los hechos, años de ahogo compartido en que aquellos que amamos a Liliana nos quedamos a menudo sin palabras y sin aire. 

Por desgracia, tanto la impunidad como la historia en sí son numerosas en países como México y Honduras, donde las fuentes oficiales revelan que 11 mujeres son asesinadas diariamente por cuestiones de género (así lo enuncia el crimen de feminicidio, incorporado al Código Penal en el 2012), aunque también son comunes en países como Estados Unidos, donde sólo en el 2018, 3 mujeres fueron asesinadas por sus parejas íntimas cada día.

A fines de siglo XX, aunque también incluso ahora, muchas de estas historias se expresaron, cuando lograban escapar de la tradición de silenciamiento a la que hacía alusión Anzaldúa, a través de la narrativa del crimen pasional, una figura legal y cultural que intrínsecamente ha culpado a la víctima y exonerado al perpetrador. De acuerdo con las investigaciones de las historiadoras Lisette Griselda Rivera Reynaldos y Saydi Nuñez Medina, nociones compartidas del honor masculino, así como la creencia de que los hombres sobrepasados por emociones violentas no son responsables de sus actos, han influido en las decisiones de los jueces, quienes históricamente, al menos desde el siglo XIX, han dictado sentencias muy indulgentes, si es que lo han hecho del todo, contra los perpetradores de estos crímenes. Por otra parte, la narrativa de la chica muerta (the dead girl´s story), un género en sí mismo en Estados Unidos y otros países de habla inglesa, ha logrado aumentar la tolerancia ante la violencia contra las mujeres con narrativas que agrandan y glamourizan el papel de feminicida, presentándolo como un monstruo de psicología oscura cuyos actos escapan a explicación lógica alguna.  

Aunque la palabra femincidio se utilizó de vez en cuando desde el siglo XIX para indicar el asesinato de una mujer por ser mujer, los orígenes del término contemporáneo datan de la década de 1970, cuando la autora feminista Diana Russell lo enunció por primera vez en el foro público del Tribunal de Crímenes Contra las Mujeres, celebrado en Bruselas en 1976. La antropóloga Marcela Lagarde introdujo su uso en México más o menos durante las mismas fechas.  A diferencia del crimen pasional o la dead girl´s story, el concepto de feminicidio nos alerta ante la naturaleza estructural de la violencia que se ejerce contra las mujeres por razones de género, enfatizando la responsabilidad tanto del sistema patriarcal como de sus hijos obedientes. El término feminicidio ha dejado en claro, pues, que la violencia que a veces pudiera parecer extraordinaria, producto de irrupciones emocionales incontrolables o de oscuras maquinaciones de mentes dañadas o monstruosas, es en realidad concomitante a desigualdades que se originan en el proceso mismo de producción social, a través de la división sexual del trabajo, y que se multiplican en la esfera de los púbico y lo cultural. La impunidad rampante, que es la consecuencia de la falta de investigación y castigo para los que cometen estos delitos, solo ha contribuido a perpetuar, cuando no a aumentar, la incidencia de feminicidios en México, cosa a la que también contribuye la indiferencia, y hasta indolencia, frente al sufrimiento de las mujeres. 

Escribir sobre y contra la violencia nunca es fácil, especialmente cuando las narrativas hegemónicas, en este caso las narrativas patriarcales, han probado una y otra vez su eficacia para generar y luego justificar, cuando no absolver, las agresiones mismas. ¿Cómo escribir contra la violencia utilizando el lenguaje que le da pie y la normaliza? Escribir es una práctica fundamentalmente crítica. La escritura creativa tiene la capacidad de despertar y activar un lenguaje que, desde el poder y dentro de los parapetos del poder, se entumece y paraliza. Mi tarea como escritora en estos y otros materias es, luego entonces, explorar y desbrozar, subvertir y complicar esas narrativas que se presentan como cosa dada o como condición de existencia. Pero esto no es algo que se logra aisladamente. 

El invencible verano de Liliana debe en mucho su existencia al lenguaje generado por las movilizaciones de mujeres, feministas y no, que se han sucedido con fuerza creciente en las últimas décadas, tanto en México como en Sudamérica, donde movimientos como el de la Marea Verde han ganado importantes batallas en el terreno de los derechos reproductivos de las mujeres. Los libros no se escriben aisladamente. El lenguaje literario se genera y nutre del lenguaje que compartimos todos en calles y hogares. Si en 1990 ni mi hermana ni los que la quisimos y queremos dispusimos de las palabras precisas para identificar y luego entonces prevenir la insidiosa presencia de la violencia íntima de pareja, treinta años más tarde la situación ha cambiado drásticamente. Las mujeres han tomado la plaza pública y el lenguaje público por asalto, produciendo así consignas y términos, definiciones y conceptos que ahora nos permiten nombrar con claridad el peligro, así como también las fuentes de apoyo y de solidaridad. Y este no es un logro menor si tomamos en cuenta que, tal como lo asegura la periodista Rachel Snyder en No Visible Bruises. What We Don´t Know About Domestic Violence Can Kill Us, una de las características más insidiosas de la violencia íntima es que existe dentro del mismo campo semántico del amor romántico, de ahí la gran dificultad para detectarla a tiempo y actuar en consecuencia. Las movilizaciones de mujeres han generado también, y aún más, una escucha y una interlocución, un ecosistema propicio para las historias que se dicen por fuera o en contra de los discursos patriarcales. 

Antes de empezar a escribir El invencible verano de Liliana andaba en busca del expediente policial con el fin de reabrir el caso de mi hermana. Una empleada de la Procuraduría me informó, de la manera más casual, casi de pasada, que muchos de esos papeles terminan en la basura. No piense, ni por un minuto, que los documentos duran aquí para siempre. Entonces comprendí que, para salvaguardar la memoria de mi hermana, para “defender a mis muertos”, tendría que replicar ese expediente. Por esos días, gracias a una visita a la casa de la familia, pude abrir las cajas donde habíamos guardado las posesiones de Liliana, encontrando ahí una plétora de cartas, notas, postales, planos, y artefactos varios en los que había quedado inscrita la historia de mi hermana escrita por ella misma. Se trataba, sin duda, de un archivo que, en cuanto tal, ocupaba un espacio físico específico y cuya organización obedecía a un método que, en el caso de Liliana, privilegiaba la minucia y lo cotidiano, en corto, lo que Georges Perec ha llamado lo infraordinario. Lejos del alcance del Estado, incluso en directa contraposición a los documentos que nos otorgan identidad civil, así como derechos y deberes como ciudadanos, estos papeles apuntaban a y eran seña de la vida de sus afectos.  Escritos a mano o a máquina, llenos de colores y estampas, con frecuencia doblados con las instrucciones del origami, los documentos contenían las maneras que Liliana había afectado a y había sido afectada por otros. La sensación de la presencia material fue sobrecogedora. Liliana estaba ahí, en cada hoja que tocaba y leía, estremeciéndome, pero no solo de manera metafórica. La geología nos ha enseñado que nada desparece de inmediato, es decir, que toda sustancia tiene un tiempo variable de residencia en la tierra. ¿Podía ser que la materia de las yemas de sus dedos hubiera permanecido incólume durante esos treinta años sobre el mismo papel que yo estaba tocando ahora? Me respondí que sí. Y entonces supe que escribiría, por fin, el libro que tenía años deseando escribir. 

Pronto tomé dos decisiones para las que, paradójicamente, me había preparado mucho tiempo atrás. En primer lugar, más que escribir un libro sobre o acerca de Liliana, que enfatizara mi autoría, necesitaba escribir un libro con ella, en co-autoría con ella, admitiendo y dándole la bienvenida a sus escritos, tanto en contenido como en forma. Si el feminicida había intentado controlarla por completo, acallándola, dejándola literalmente sin aire, el libro constituiría ese espacio de aire donde su voz podría volver a reverberar otra vez. Lejos de apropiarse de la historia de Liliana, el libro trabajaría en sentido contrario, desapropiándose de ella, es decir, reconociéndola materialmente, incorporando sus palabras y sus sintaxis, en corto: su manera de estar en el mundo. En ese libro desapropiativo, Liliana no sería una víctima inerme porque ella no se había concebido a sí misma como tal: hasta el último de sus días, mi hermana escribió insistentemente sobre su autodeterminación y libertad, sobre una manera de amar que no reconocía limitaciones ni barreras preestablecidas. Llena de claroscuros, contradicciones, densidad, Liliana tendría que ser un personaje hondo y cambiante. En segundo lugar, el libro adoptaría, o trataría en todo caso de honrar, el efecto de presencia que tanto me había sobrecogido al tocar por primera vez los documentos de su archivo. Lo que quería logar, con la humildad y el poder de todas las herramientas de mi oficio, era compartir con otros esa experiencia material de su presencia siempre alerta ante, pero no supeditada al, momento de su muerte. Quería, pues, luego entonces, su vida: el enigma y la materialidad al mismo tiempo de una vida. Estas dos decisiones estructurantes, que eran fundamentalmente estéticas, es decir, que se movían en el terreno de mi trabajo con el lenguaje y las varias tradiciones literarias en las que se inscribe, respondían, también, irremediablemente, a mis preocupaciones por el mundo en el que habito. Las dos cosas al mismo tiempo. Las dos cosas revueltas. 

Una de las grandes potencias de la escritura es producir realidad. Y lo digo menos en el sentido grandielocuente de los libros que podrían o no cambiar al mundo, y más en relación con lo que acontece en los horizontes interiores, ahí donde lo íntimo y lo cotidiano se conectan con el conflicto y la destotalización. Los que han leído El invencible verano de Liliana y, después o mientras tanto, han marchado en la ciudad con su nombre a cuestas, los que han pintado murales con su rostro, los que la han incluido en su altar de muertos, los que conversan en salones de clase o charlas de café sobre su destino, tratándola como a una igual, como su ancestra o su descendiente al mismo tiempo, no sólo están comportándose como lectores generosos sino que también están participando de una realidad construida en estrecha relación con la escritura: la realidad, por ejemplo, de la comunidad de un luto ahora compartido con tantos otros y por tantas otras, lejos ya del silenciamiento y la soledad.    En todo caso, todavía ahora, todos estos años después, a la escritura le sigo pidiendo lo que único que vale la pena pedirle: que produzca realidad. A juzgar por el número de muchachas y muchachos que han llevado el nombre de Liliana Rivera Garza a marchas, y por los murales donde aparece su rostro junto con el de otras mujeres masacradas, y por las innumerables conversaciones donde se le trata como una de nuestras contemporáneas, la escritura me ha regalado lo que, en sus momentos más felices, está en plena capacidad de engendrar. 

EL PASADO SIEMPRE ESTÁ A PUNTO DE OCURRIR

El ansia por la materialidad que caracteriza a una era que se ha acostumbrado a la vida de las pantallas y la consecuente ausencia del cuerpo me ha lanzado en busca de estrategias de escritura que, en lugar de contar una historia, se proponen compartir una experiencia. La diferencia parece sutil, una mera argucia técnica, pero sus modos y consecuencias, tanto estéticas como políticas, son enormes. Puesto que concibo a la escritura como una práctica del cuerpo, que se lleva a cabo en relaciones tensas, a menudo desiguales, con otros cuerpos en territorios específicos, me ha resultado necesario invocar, y convocar, las materialidades de esa experiencia. A eso, en otros sitios, le he denominado desapropiación, una estética o un modo de aproximarme al lenguaje en tanto práctica que, como la tierra de Revueltas, es radicalmente compartida. La que desapropia trabaja de cerca con las capas de experiencia que otros han dejado tras de sí o que traen consigo en un mundo en que intervenimos juntos. Ahí donde algunos aconsejan “no mostrar las costuras” para honrar la autonomía de la ficción, la desapropiación dice: hay que traer a colación, materialmente, esos otros textos que nos preceden y que, con suerte, nos sucederán. Hay que trabajar de cerca con las tradiciones en las que nos inscribimos, en mi caso con el afán de subvertirlas, de darles la vuelta, de recomponerlas o yuxtaponerlas de tal manera que puedan activar, en el presente, ese pasado que siempre está a punto de ocurrir.

De ahí la importancia de la investigación en general y del archivo en particular. Me refiero aquí a la investigación en el sentido más amplio del término, como una forma básica de la curiosidad, por ejemplo. Incluyo a la investigación así llamada académica, ciertamente, a la que no hay que tenerle miedo, pero también a la investigación que consiste en observar con disposición y apertura lo que nos sucede dentro y alrededor. Meditar es también una forma de la investigación. Ver el techo. Y qué decir de vivir. Desde Nadie me verá llorar, mi primera novela, hasta los tres libros más recientes, he aprovechado mi entrenamiento como historiadora y mi familiaridad con una gran variedad de archivos—institucionales, locales, de los afectos, terráqueos, del cuerpo mismo—para tener acceso a los documentos en que han quedado las huellas de los locos, los migrantes, los deportados, las mujeres, los iletrados, algunos cultivos, la tierra misma. Se trata de repositorios inevitablemente incompletos, puesto que no son el mundo, signados por la porosidad y, en muchos casos, el quiebre y la ausencia. Se trata más de trampolines hacia la producción de mundos otros, que de una simple confirmación de esta o aquella versión de los hechos. Cuando la crítica Saidya Hartman se enfrentó a la ausencia de archivo al tratar de escribir la historia de sus ancestros esclavos recurrió a lo que ha llamado “fabulación crítica” como un método para cerrar la brecha entre la investigación y el desconocimiento que la cerca. Yo he recurrido a la teoría del género como anfitrión, un sistema más enfocado en la forma que incluye la configuración de una cierta forma de géneros colindantes en el que uno de ellos, por ejemplo la no ficción creativa, se convierte en el anfitrión de múltiples modos de escritura que a la vez abraza e interpela. 

Ya la crítica y artista visual Arielle Azoulay ha argumentado a favor de una concepción material del archivo orientado hacia elo presente, en tanto práctica generalizada entre la población y en tanto derecho que hay que hacer valer frente al poder del Estado y de las corporaciones. Todos archivamos. La tierra en sí es, tal vez, el primer gran archivo, sus capas geológicas constancia de lo que, habiendo sido interrumpido o desterrado, puedo ser reactivado otra vez. El cuerpo, con sus múltiples maneras de enunciarse y de decaer, también produce archivos como el de la respiración, que queda indefinidamente en los textos. Ya sea bajo la protección de instituciones oficiales, pero también en las repisas de las casas más diversas, organizados de acuerdo a métodos que hay que descifrar en cada caso, estos múltiples archivos nos permiten aproximarnos tanto como vamos a poder hacerlo, en ese casi es a la vez demencial y certero, a la experiencia misma. Con su materialidad a cuestas, el archivo obstruye con frecuencia el quehacer lineal de la narración, problematizando su desarrollo, lanzando preguntas que son precisamente las de su propia producción. El archivo, así, ralentiza, desvía, reverbera, generando experiencias que apelan más al oído, para el que la simultaneidad es un hecho dado, que a la vista secuencial; más al tacto, en este sentido, o al olfato. El archivo así entendido invoca formas de escritura que, como la de José Revueltas o la de Gloria Anzaldúa, aludidas apenas aquí entre tantas otras, complican la historia literaria y, además, se comunican con sus varios presentes con la plenitud incendiaria de su energía crítica, desobediente, a veces, incluso, relajienta.

Empecé estas notas que ahora comparto con la historia de mis abuelos migrantes y la concluí, más bien debería decir pausé, con la de feminicidio mi hermana, porque son experiencias profundamente personales que han cuestionado de múltiples formas mi tarea como escritora y porque son, también, por desgracia, experiencias que comparto con muchos otros en un mundo signado por una guerra sin cuartel contra las mujeres y contra los migrantes por igual. No creo en una literatura autónoma, en su propia torre de marfil, y sí, junto con Josefina Ludmer entre tantos otros, en escrituras capaces de producir presente y, aun más, con el presente. Aunque los trabajos que he examinado aquí parecen apuntar o venir del pasado, me anima, sin embargo, una urgencia que reconozco en mi entorno. Los enigmas que me impulsan a colocarme una y otra vez frente a la pantalla de la computadora vienen de mi presente y aquejan tanto a mi intuición como a mi intelecto. Yo no escribo de lo que sé, como reza el dictum, sino para saber y, aún más, para complicar lo que se presenta como sabido o como resuelto. Lejos de ofrecer un viaje hacia un pasado que se ostenta como estable o ya hecho, un contexto en el que se suceden acontecimientos específicos, todos estos artefactos o ejercicios se proponen un recorrido y una relación contraria: desde y hacia el presente, en las inmediaciones de la presentidad del pasado mismo, e incluso del futuro, en una relación dinámica, de reactivación en todo caso, con las fuerzas vivas que otras más poderosas o más perversas interrumpieron o acallaron. Solo así, argumentaba el filósofo Jalal Touffic, podremos enfrentarnos al desastre insuperable, ese que no solo ataca la infraestructura y la vida material, sino también el legado inmaterial de su fuerza crítica. Walter Benjamin lo llamaba redención; yo lo llamo seguir aquí, insistentemente, testarudamente, incómodamente, en la comunidad que es toda ubicación y toda pertenencia.

Y seguimos. 

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