SemMéxico. Madrid, 25 nov. 21. AmecoPress. –Seguramente hayas oído hablar de ’La asistenta’ (Maid), una de las series recientemente añadidas al catálogo de Netflix y que, si no has visto, deberías ver. Narra la historia, basada en hechos reales, de una madre joven que, intentando escapar de una relación de maltrato, comienza a trabajar limpiando casas para abandonar la indigencia a la que se ve sometida mientras lucha por cuidar de su hija Maddy y persigue un futuro mejor para las dos. Si ya la has visto, habrás podido ver reflejadas en diferentes situaciones varias formas de violencia de género, pero, ¿has identificado la violencia económica?
Se entiende como violencia económica la basada generalmente en el control del acceso de las mujeres a los recursos económicos por parte de sus parejas, obligándolas a depender financieramente de su agresor para poder subsistir tanto ella como sus hijos e hijas y mermando así la posibilidad de huir de ese círculo de abuso. Además, es importante destacar que este tipo de violencia no solo se ejerce dentro de la pareja, ya que a veces se perpetúa una vez se ha efectuado la separación o comienza a raíz de la misma.
El día 11 de mayo de 2011 se firmó el Convenio de Estambul sobre la prevención y la lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica elaborado por el Consejo Europeo, en el que se incluyó por primera vez la violencia económica como violencia contra la mujer:
“A los efectos del Convenio, por «violencia contra la mujer» se deberá entender una violación de los derechos humanos y una forma de discriminación contra las mujeres, y se designarán todos los actos de violencia basados en el género que implican o pueden implicar para las mujeres daños o sufrimientos de naturaleza física, sexual, psicológica o económica, incluidas las amenazas de realizar dichos actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, en la vida pública o privada”.
Pese a esto, bien es cierto que el concepto de violencia económica no está incluido ni aparece regulado como tal en ningún ordenamiento jurídico, lo que hace que sea más difícil su condena y erradicación.
Número de víctimas de violencia económica en España
El último estudio sobre Violencia de Género realizado a través de una macroencuesta y publicado en 2019 por el Gobierno, dedica explícitamente el capítulo 5 a la violencia económica.
En él se recoge que el 11,5% de las mujeres residentes en España de 16 o más años han sufrido violencia económica por parte de alguna pareja o expareja a lo largo de sus vidas; es decir, aproximadamente 2.350.684 mujeres. Además, si se atiende a la violencia económica sufrida de forma más reciente, se estima que 825.179 mujeres de 16 o más años ha sufrido violencia económica de alguna pareja actual o pasada en los últimos 4 años y 407.793 mujeres en los últimos 12 meses.
Entre los parámetros que fijó la macroencuesta, destacan cuatro como las situaciones más comunes. La más repetida fue la de que la pareja ha impedido a la mujer tomar decisiones en la economía familiar y/o hacer compras de forma independiente; en segundo lugar, que la pareja se ha negado a darle dinero para gastos del hogar; en tercero, que no les han dejado trabajar; y, por último, que su pareja ha usado el dinero y/o tarjeta de crédito o ha pedido préstamos a su nombre sin su consentimiento.
Darle espacio a la violencia económica como tipo de violencia de género dentro de convenios europeos e investigaciones estatales está bien, porque significa reconocer un problema que evidentemente existe y repercute sobre la vida de millones de mujeres, inclusive a sus hijos e hijas; pero de nada sirve si no se regula jurídicamente para otorgarles la protección y las ayudas necesarias a las víctimas que la sufren.
Violencia económica como mano invisible
Con los datos sobre la mesa, se evidencia que el número de casos es alarmante. La titular del juzgado número 2 de Mataró, Lucía Avilés, ha propuesto formalmente al Ejecutivo la regulación de la violencia económica como tipo de violencia de género en el Código Penal.
La iniciativa lleva gestándose desde octubre y se basa en una de sus sentencias. En ella, el impago de la pensión alimenticia fue el desencadenante de la demanda. Esta es la manifestación más frecuente de violencia económica y, de hecho, es la única que tiene una definición judicial recogida en el artículo 227, que condena de tres meses a un año de prisión o a una multa de 6 a 24 meses a quien deje de pagar durante dos o cuatro meses consecutivos cualquier tipo de prestación económica en favor de su cónyuge o sus hijos e hijas. Aun así, esto no garantiza su debido cumplimiento.
Andrea López, víctima de violencia económica junto a su madre y su hermano, relata que, tras el divorcio, su padre jugaba con el pago de la pensión que debía asignarle a los tres. “Cuando conseguimos después de varios meses que se regulara la situación judicialmente, si te negabas a hacer lo que él quería, dejaba de pasarnos la pensión. Como la ley dicta que solo puedes denunciarle cuando está dos meses consecutivos sin pasarte la pensión o cuatro de manera intermitente, lo mismo te la quitaba los dos primeros meses y al tercero te la pagaba, pero todo ese tiempo vivíamos sin los ingresos que nos correspondían”, explica, aunque no fue la única violencia que sufrieron.
“Durante el matrimonio, mi padre no quería que mi madre trabajara. Él quería que ella fuese ama de casa y, al ser solo él quien traía el dinero, condicionaba y manejaba todas las decisiones económicas. Pero donde más violencia ha generado, y lo sigue haciendo, es cuando decide separarse. Lo primero que hizo fue sacar todo el dinero de la cuenta del banco, dejándonos a mi madre, a mi hermano y a mí sin ningún tipo de recurso. Tuvimos que recurrir a la ayuda de mis tías, que aunque tampoco podían ayudarnos demasiado, hicieron todo lo que estaba en su mano. Hasta que no hubo juicio nos tocó vivir una situación de miseria, de comer siempre de los alimentos defectuosos que le regalaban a mi tía en la empresa cárnica en la que trabajaba, pasar un invierno sin calefacción…”, narra. Además, explica que cuando se dictaminó que debería pagarle los estudios, este no lo cumplió y tuvo que comenzar a trabajar para poder pagarse la carrera que, por decisión de un juez, debía pagarle su progenitor; de esta forma, tuvieron que recurrir, de nuevo, a la lenta vía judicial para que les otorgara lo que ya les correspondía.
Todas estas acciones son violencia, aunque aparezcan como una mano invisible. Invisible porque no deja una huella física en sus víctimas y porque el silencio y la inacción de los organismos reguladores parecen no tomarse en serio este tipo de violencia, que sí que tiene unas claras consecuencias psicológicas.
Desde Quiero Psicología, un centro madrileño de psicología clínica, explican que “la violencia económica no ocurre de forma aislada, sino que en el 85% de los casos implica también violencia psicológica. Supone la extensión del dominio mediante el control del dinero”.
Por eso, la magistrada Avilés insiste en tipificar este tipo de violencia y advierte de que la violencia económica no es solo el impago de las pensiones, sino que también hay que considerar todos sus tipos de violencia, ya sea, por ejemplo, en lo referido a las cuotas hipotecarias, en ejercer un control único sobre las cuentas, en evitar que la mujer pueda trabajar.
Violencia económica, problema estructural
La violencia de género viene de lejos, pero es evidente que proviene de un problema base estructural y patriarcal. Si nos ceñimos únicamente a la violencia económica, podríamos presuponer que la forma más evidente de escapar de ese control es teniendo una independencia económica de la pareja o expareja agresora; pero los datos demuestran que eso tampoco es una tarea fácil para las mujeres, y más si tienen la custodia de menores y necesitan conciliación.
Un estudio elaborado por la Fundación Adecco que pretende situar el empleo como activo esencial para la recuperación integral de las mujeres víctimas de la violencia de género, explica que el ser víctimas de violencia de género supone un tema tabú dentro del mercado laboral y, además, les hace enfrentarse a dificultades adicionales en su acceso al empleo. De hecho, el 74% de las víctimas prefiere no revelar su situación en las entrevistas de trabajo por el miedo a ser descartadas debido a prejuicios asociados como “personalidades inseguras”, “conflictivas” o “absentistas”.
Esta situación se ha visto intensificada a raíz de la Covid-19, ya que la pandemia ha acelerado el proceso de digitalización y ha derivado en nuevos empleos emergentes al sector de la logística y lo sociosanitario, haciendo que el 80,8% de las encuestadas consideren que la búsqueda de trabajo ahora es más complicada que en tiempos prepandemia, sobre todo en lo asociado a las barreras de índole tecnológico como las entrevistas online o el trabajo en remoto.
A esto hay que añadirle el último Informe de Impacto de Género que acopia los presupuestos del Estado, en el que se recoge que el salario de la mujer representa el 88,5% del salario del hombre en trabajos a tiempo completo y el 92,3% en trabajos a tiempo parcial.
Asimismo, se observa que la brecha salarial es creciente con la edad del trabajador o trabajadora, hasta un valor del 22,5% en el tramo de los trabajadores y trabajadoras de 55 a 64 años. Así, en 2017 el 55,5% de las mujeres asalariadas percibieron un salario inferior o igual al doble del salario mínimo interprofesional (SMI), frente al 36,8% de los trabajadores masculinos.
En los períodos de crisis, en los que el desempleo y las dificultades económicas se disparan, cae el volumen de denuncias debido fundamentalmente a las mayores dificultades para las mujeres para pedir ayuda y al temor de no encontrar empleo y verse sin recursos; por lo que es necesario desarrollar unas herramientas que ayuden a las mujeres víctimas de género para lograr una emancipación económica real y efectiva.