Lorena Piedad
SemMéxico, Pachuca, Hidalgo, 16 de septiembre, 2021.- Érase una vez una adolescente que vivía en un mundo de fantasía al soñar que cada película romántica sería su historia, tenía una libreta donde escribía versos de amor y escuchaba canciones que aseguraban que un día llegaría la persona que la protegería y la amaría incondicionalmente por los siglos de los siglos, amén… luego vino la realidad.
Un día leí “La Generala” (que horror no recordar el nombre del autor), desconozco de qué forma llegó ese libro a mi casa, ignoro si lo compró mi madre, si alguien lo olvidó o si fue un regalo, pero un día abrí sus páginas y cambió la perspectiva de mi vida para siempre. Es una novela ambientada en la Revolución Mexicana (a propósito de que hoy se conmemora la Independencia y nos nace el amor por este México bárbaro) que narra la vida de una guerrillera “sin sentimientos” hasta que decide retirarse de las batallas porque se casa y ahí viene el giro de la historia: es sometida, humillada por su esposo y ella lo acepta bajo este argumento de “el amor todo lo soporta”. Hasta hoy recuerdo el día que terminé de leer y le dije a mi madre “jamás permitas que eso me pase”.
Viví tranquila en ese tema hasta que comencé a crecer y me empezaron a cuestionar sobre porqué prefería jugar futbol todo el tiempo que tener un novio, ¿por qué no era más femenina? ¿Por qué no era más sonriente con los hombres? ¿Por qué siempre tenía cara de enojada? ¿Por qué, por qué y por qué? Nunca es suficiente.
Si tú, lectora, tienes 30 años o más, estás soltera, no tienes hijos, puedes o no tener una profesión, una casa, un auto, amigos, familia, pero nada podrá salvarte de la presión que la sociedad ejerce sobre ti. Prepárate para escuchar las siguientes frases del siglo pasado: “Se quedó a vestir santos”, “se le fue el tren”, “solterona”. En inglés se le llama spinster —que hila, hilandera—, como Penélope, que esperando a su amor ido se la pasaba tejiendo en espera de un Ulises que la deja sola e inerme. En francés es vieille fille, es decir «hija, señorita o muchacha vieja», mientras que en turco el término es kiz kurusu, que significa «chica instalada»: que ahí se quedó, que no avanzó. En totonaco se dice xyitsu tsumajat, que quiere decir más o menos «mujer que no se casó por vieja», por poner solo algunos ejemplos en los que el estereotipo no falla ni se salva.*
A menudo me pregunto: ¿Cómo sería la vida de nosotras las solteronas si jamás nos cuestionaran sobre la pareja, los hijos, el reloj biológico, los pensamientos, las actitudes, los fracasos? Que fantasía pensar que la familia, las amistades, las amigas casadas nos felicitaran por nuestra libertad en lugar de mirarnos como un ser que no encaja. Y una lucha todos los días por no permitir que tales situaciones nos afecten, pero también una se cansa.
A través de los años y tras intentos fallidos por convertir a alguien en mi media naranja (y luego ir a terapia por exprimir esa media naranja) entendí que las construcciones sociales, los estereotipos, los márgenes de moralidad son los que invaden nuestro estado natural que es la libertad de pensamiento y obra. Los discursos sobre la responsabilidad afectiva y sobre desmitificar el amor romántico son bellos, pero ¿cuántas mujeres en este momento están involucradas en una relación codependiente pese a sus ideales? A veces nuestras filosofías rebasan nuestra realidad. Me sucedió durante años.
Aquí viene un acto solemne: el de dejar ir, soltar, continuar. ¿Alguna vez en tu vida te has aferrado a una persona aun consciente de que es una relación que no funciona, pero estás anclada a la idea de esos sueños infantiles de envejecer junto a alguien que tampoco sabe lo que busca? O ¿has pasado el tiempo con alguien que no es compatible contigo solamente por aquello de no estar sola? Si la muerte es descriptible, esas serían algunas de sus formas.
Nadie nos pertenece y cuánto cuesta admitirlo cuando nacemos, crecemos y morimos en una sociedad que nos exige una pareja como prueba de felicidad, de éxito, de complemento. Recuerdo la primera vez que fui sola al cine, miradas incrédulas, otras indiferentes, “un boleto, por favor”, el chico de la taquilla levantó su mirada no sé si compasiva o escéptica, compré unas palomitas de mantequilla, me senté en las filas de hasta arriba (son las mejores). ¡Cuánta libertad, cuanta paz!
¿Fuiste sola al cine? ¿Por qué no me dijiste para acompañarte? ¿No te sentiste rara?, fueron algunos cuestionamientos posteriores.
Ahora hagamos el siguiente ejercicio, piensa en una mujer que conociste en el transcurso de tu vida y que nunca se casó ni tuvo hijos. Recuerda su nombre, tráela a tu memoria. ¿Qué pensabas de ella? ¿Qué era amargada, que estaba triste, que estaba frustrada? ¿Alguna vez le preguntaste si fue su decisión? Te sorprenderías si te respondiera que eligió la paz de la soledad que la locura del apego.
Con esto no quiero sentenciar que estar casada o estar soltera está mal o está bien. Me refiero a que reflexioné sobre este tema en los últimos días porque tuve que practicar una vez más este acto de dejar ir, soltar, continuar y experimenté la frustración por no sentirme al alcance de los deseos que la sociedad me ha impuesto desde que tengo uso de razón.
Pensé “es que sí quiero algún día casarme, es que sí quiero tener un hijo (solo un hijo aunque me digan egoísta los familiares)”, luego reflexioné sobre la felicidad que he experimentado sola que es real, pero no duradera porque no falta la pregunta ¿y para cuándo el novio? Luego ¿cuándo la boda? ¿Cuándo el hijo? ¿Cuándo el hermanito?
¿Es esto un anhelo personal o algo que nos fue impuesto?
Termino con el consejo de este día, si haces ese tipo de preguntas, detente y cuestiónate: ¿Y para cuándo dejaré de juzgar? ¿Y para cuándo mi libertad? ¿Cuándo practicaré el desapego? ¿Y para cuándo respetaré las vidas ajenas?
Hoy, antes del ¡Viva México! Pregúntate, ¿eres realmente libre?
*Fuente: Revista Algarabía, no. 125