Dulce María Sauri
SemMéxico, Mérida, Yucatán, 2 de diciembre, 2021.- Estoy de acuerdo con el presidente López Obrador: “si no hubiera ganado en las elecciones de 2018 […], habría un caos, México estaría hundido, destrozado” (24 de noviembre 2021, Conferencia matutina).
No comparto las razones presidenciales para adjudicarse el “salvamento” del país, más bien coincido con el genial Tony que en su editorial gráfico del lunes pasado, que destaca que el caos se hubiese presentado tempranamente porque lo hubiese organizado el propio López Obrador desde la oposición (Diario de Yucatán, 29 de noviembre, sección Nacional).
No tengo duda en afirmar que la vida política mexicana no ha tenido mejor opositor al gobierno establecido que el hoy presidente de la república. Nació con el PRI en la década de 1970; se opuso a las determinaciones de su entonces partido cuando la postulación de la candidatura al gobierno de Tabasco en 1988.
Más adelante, encabezó el “éxodo por la Democracia” en 1991, cuando entremezcló los reclamos por los resultados electorales tabasqueños y las demandas contra PEMEX por los daños causados a sembradíos y viviendas campesinas de su estado natal.
Presidente de su nuevo partido, PRD, participó activamente en la gran reforma político-electoral de 1996, la que, entre otros importantes avances, logró la plena ciudadanización del entonces Instituto Federal Electoral (IFE), así como el financiamiento público a los partidos políticos. Condujo a su partido en medio de las aguas turbulentas del cambio en la primera ocasión que el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados (1997).
Cuando entregó la dirigencia nacional del PRD a Pablo Gómez (hoy, flamante responsable de la Unidad de Inteligencia Financiera UIF), registraba en su haber el triunfo del PRD en la primera elección celebrada en la Ciudad de México, con Cuauhtémoc Cárdenas a la cabeza. Superado el tropiezo de su cuestionada residencia en la capital del país, ganó la jefatura de gobierno de la capital en 2000.
Su talante opositor se manifestó plenamente en el proceso de desafuero que sufrió en 2005, con la consecuencia no buscada por parte de sus malquerientes de que sus “bonos” políticos subieran como la espuma en todo el país.
El resultado oficial de 2006 reflejó una cuestionada diferencia de apenas 0.56% entre López Obrador y Felipe Calderón. El paréntesis de su actuación como servidor público se cerró abruptamente desde esa fecha, a partir de la cual recorrió el país como opositor al gobierno en turno (PAN, luego PRI). Dos veces más candidato presidencial (PRD, 2012; Morena 2018), se impuso holgadamente a sus adversarios del PRI y del PAN.
Hace más de tres años, en este mismo espacio escribía: “Cambio de piel, eso es lo que necesita Andrés Manuel López Obrador. Como los artrópodos, tiene que desarrollar la capacidad de desprenderse de su esqueleto externo o exoesqueleto, que en su caso sería su condición de candidato a la presidencia de la república durante casi 18 años. La ecdisis o “muda” es un paso obligatorio de estos animales, para poder crecer. Como las langostas y los cangrejos, López Obrador tendrá que asumir su nuevo esqueleto, de presidente de México, que obtuvo con su triunfo en las urnas el 1º de diciembre. Es indispensable para alcanzar su madurez como político”.
Me equivoqué. En vez de mudar su exo-esqueleto de candidato opositor, lo consolidó y lo hizo parte esencial de su actuación como presidente de la república. La polarización social se ha entronizado como su estilo personal de ejercer la presidencia; ya no tengo esperanzas de modificación de su conducta: opositor, incluso a sí mismo y al éxito de su proyecto.
En términos de contabilidad bancaria, más valdría “descontar” la actuación del presidente de la república en el tiempo que resta de su mandato. ¡Ojalá! Pero es un lujo que no podemos darnos.
¿Cómo influirá el “núcleo duro” opositor de López Obrador en la designación de quien aspire a sucederlo desde la candidatura de Morena? Su temprana “elección” de Claudia Sheinbaum, además de anticipada, puede ser parte de una “jugada” maestra de engaño, en la más fiel ortodoxia priista de los tiempos del presidencialismo autoritario.
Baste recordar lo sucedido con Arturo Herrera, también “destapado” prematuramente y después, defenestrado por López Obrador. Quizá los rasgos misóginos del pensamiento presidencial lo lleven a considerar que las mujeres funcionarias todo le aguantan y que los rasgos femeninos de la lealtad y sumisión se encuentran presentes en forma invariable, independientemente del agravio de la marginación o de su papel como figura decorativa, prescindible en cualquier momento sin costo político alguno.
Desde la década de 1980 aprendimos que la candidatura presidencial del partido en el poder no es producto de un acto omnímodo del ejecutivo federal. Que la frivolidad o el “manoseo” de las expectativas de quienes lo rodean tienen consecuencias.
Desde 1994 la realidad ha demostrado que son las circunstancias las que definen la candidatura; que el poder presidencial y la popularidad no son transmisibles; que en un régimen democrático y con elecciones limpias, el electorado puede cambiar de opinión, aun reconociendo e incluso admirando al mandatario saliente.
Faltan 1,034 días para el relevo en la presidencia de la república: dos años completos —2022 y 2023—, 30 días que le restan a 2021 y 10 meses de 2024 (por cierto, año bisiesto). Es un largo trecho, y a la vez breve, en la vida del país. Es tiempo prolongado por la erosión de las instituciones, los tropiezos de la administración pública, la inseguridad y la violencia que se entronizan en extensas regiones. Corto, para construir una real alternativa de futuro para 130 millones de personas, para trazar el relato del porvenir que aliente a tomar las mejores decisiones el 2 de junio de 2024.
dulcesauri@gmail.com
Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán