Foto:Andrea Moreno. EL TIEMPO
Autora de libros fundamentales como ‘Lo que no tiene nombre’ o ‘Qué hacer con estos pedazos’.
La escritora acaba de publicar ‘La mujer incierta’, un libro íntimo y sincero en el que habla sobre su vida sin un asomo de ficción.
SemMéxico/El Tiempo, Bogotá, 15 de agosto, 2024.- Piedad Bonnett comenzó a pensar en este libro durante la pandemia. En esos días largos en los que la enfermedad, la muerte, la vulnerabilidad, el miedo, nos rondaban sin descanso. En medio de la incertidumbre, decidió mirarse a sí misma. No para escribir poesía, ni para hacer un relato de ficción. Lo hizo pensando en crear un libro que le permitiera revisar su vida, que la llevara a “re-conocerse”. Así nació La mujer incierta, en el que la escritora recorre su niñez, su adolescencia, su juventud, describe sus temores, sus angustias, también sus alegrías y su entusiasmo, sobre todo por una vocación —la escritura— que terminó por salvarla.
No se trata de unas memorias, y eso lo deja claro. Porque hay una Piedad Bonnett que no aparece en este libro: ella decidió no contarlo todo. Sí es un libro autobiográfico, sincero, íntimo, en el que toca temas fundamentales que pueden llevar a los lectores —sobre todo a las lectoras— a reflexionar sobre sus propias vidas.
Se ha mirado a sí misma en sus novelas y en su poesía, pero este libro significó un ejercicio distinto. ¿Cómo fue el proceso de escribirlo?
Siempre me he mirado a mí misma porque me ha tocado. Mi vida no ha sido tan fácil. Pero este libro era otra cosa. No era solo para complacer al lector, sino para mí misma. Desde el comienzo tuve claro qué no iba a decir. Nada que lesionara a los que están a mi lado. La intimidad, completa, no iba a dársela a la gente. Pero sí hice algo que no había hecho nunca: me abandoné a mis recuerdos. Hice un ejercicio asociativo que me exigió una inmersión enorme para saber qué era verdad y qué no.
Porque lo que se recuerda no es necesariamente la verdad…
Claro. Por el camino descubrí que había convertido en verdad muchas cosas y con ellas convivía. Y que no me había dado cuenta de otras, como el nivel de intensidad que había tenido la ansiedad en mi vida. Cosas que, ya entrando en la vejez, han vuelto a aparecer. A pesar de que ahora soy una persona con mucho más dominio de mi vida, pude ver los vestigios de eso, las consecuencias que trae.
Habla de una niñez en la que ya tiene cercanía con la enfermedad mental, con la enfermedad física y con esa sensación de no encajar…
Desde chiquita mi mamá decía que yo era muy nerviosa. Eso me parecía horrible. Pero había algo que yo tenía y que me salvó: una disposición inmensa para la broma, para el liderazgo, y también una cierta… no diría que alegría —en el fondo hay algo que no me ha dejado ser feliz del todo—, pero sí extroversión. Tenía una gran necesidad de hablar, y es algo que todavía sigue. Ahora ya tengo las riendas de mi vida. De niña, de adolescente, iba contando todo.
Sus padres terminaron por enviarla a un internado…
Me estaba saliendo de control y no era consciente de los riesgos. Me encerraron en un colegio de monjas. Ahí empezaron a constreñirme. Toda la educación, para mí, fue constreñimiento. Menos la universidad, donde sí fui feliz. En el internado dejé de ser la niña libre que era. La culpa era muy grande. Porque me hacían sentir que no era la adecuada. Vivía amenazada. Esas monjas me odiaban.
¿En ese camino perdió la fe en Dios?
Primero yo creía en Dios como casi todo el mundo, ir a misa y ya. En el internado me dio una cosa como mística que duró unos meses. Porque estaba muy sola, en un mundo de niñas que no tenían nada que ver conmigo. Y yo tenía un deseo de búsqueda sin cauce. Vivía en una soledad que no sé cómo la aguanté. Entonces me consolaban dos cosas: Dios —entraba a la capilla y le hablaba— y la naturaleza. Ahí empezó un deseo de trascendencia, de salvación: Dios mío, me quiero salvar de mí misma, porque soy un horror. Y empecé a escribir poesía.
Es decir que la poesía la ha acompañado desde mucho antes que la narrativa…
Me acompañó en la infancia, en la adolescencia. Pero cuando ya empecé a sentir la vocación, pensé en la narrativa. Leía a los rusos, a los franceses, y decía: es por ahí. Eso vino a darme esperanza. Sin embargo, cuando llegué a la universidad, convencida de que iba a ser novelista, se metió de nuevo la pulsión de la poesía. Yo la seguía negando y pensaba: lo que tiene importancia es la novela. Al graduarme me entró la angustia porque no sabía qué hacer con mi vida. Con la escritura de este libro descubrí que el estrés que manejaba era lo que me disparaba el resto de cosas, la gastritis, la úlcera duodenal, el colon vuelto chicuca.
Una ansiedad que, además, la persigue desde niña…
Por eso siempre pensé que iba a ser loca. A los veinte años estaba segura de que mi futuro iba a ser el de la locura. Había algo en mí que me llevaba hacia allá, pero logré encauzarlo. Aunque lo encaucé tarde. Empecé a escribir poesía como a los 22 o 23. Ya era una gran lectora y sentía que todo me venía por las letras. Por la literatura.
Creció en un hogar en el que el buen uso del lenguaje era clave. ¿Eso la marcó?
Mi papá leía mucho, pero solo revistas, periódicos. Mi mamá fue maestra. No era una persona intelectual, pero sí creía mucho en la educación. Parte de lo que quise hacer y que se me reveló en cierto momento —este fue un libro de revelaciones— fue reivindicar una cosa que está muy menospreciada, y es esa mentalidad de la pequeña burguesía de mis papás. Personas que se hacen a pulso, que creen en la educación, en la decencia, en la austeridad. En este país no se habla mucho de eso. Yo soy de pueblo, puede que eso sea una diferencia. Está la honestidad, el valor del trabajo. Mientras escribía este libro fui configurando ese mundo, el de mi origen.
Portada del libro,
editado por Alfaguara. Foto:Archivo particular
En un momento habla del fracaso y de cómo a algunas personas las empuja hacia adelante y a otras las paraliza…
A mí me iba paralizando. El fracaso fue para mí una experiencia. Es que yo duré hasta los 39 años sin publicar. ¿Tú sabes lo que fue esa tortura? Creer que iba a ser escritora y pasaban los años y nada. Además, cuando empecé a escribir, estaba segura de que eso no le interesaba a nadie. ¿De dónde me vino la idea de que no tenía talento? ¿Qué me hizo pensar eso? En la universidad era considerada gran estudiante, con una enorme curiosidad. Esa ha sido mi gran virtud: la curiosidad. Mi hijo Daniel la heredó. Él quería saberlo todo.
Uno de los epígrafes del libro, que es una frase de Margarita García Robayo, dice: “Aunque mucha gente cree que al escribir uno se desnuda, en realidad uno se disfraza”. ¿En este libro usted está disfrazada?
Semidisfrazada, porque hay una parte mía que no aparece ahí ni creo que vaya a aparecer. Y no decir cosas es una manera de disfrazarse, porque no vas a tener la idea completa. Yo me pregunto: cuando la gente hace sus memorias, ¿hasta dónde entrega? Doris Lessing, por ejemplo, lo entrega todo. Pero también pienso: ¿a quién le estás haciendo daño?
De hecho, casi no aparecen nombres propios. ¿Es una decisión, precisamente, para no hacer daño?
Porque no quiero que se inmiscuyan mucho en mis cosas. En este libro no estoy vomitando mi vida, eso debe quedar claro. Se me ocurrió que la mejor manera de hablar de unos problemas importantes era hacerlo desde mi propia experiencia. Pero no es una necesidad loca de contar lo mío. Quiero que mi lector haga una cosa que muchos autores han provocado en mí: que mientras esté leyendo, esté recordando su propia vida. Es un libro que quiere propiciar una conversación íntima con el otro, en especial con las mujeres.
Hay varios temas con los cuales muchas mujeres pueden verse identificadas: la culpa de sentir que se le está quitando tiempo a la maternidad por dedicarse al desarrollo profesional…
Me tuve que plantear si contaba eso o no. Pero me pareció importante mostrar que fui capaz de hacerlo. De irme. Porque fue un momento importante en el que dije: no puedo más. Me casé a los veinte años, tengo cuarenta, mis hijas adolescentes me están enloqueciendo. Me daba pesar de ese chiquito que tenía siete años, pero llegué a un punto en el que dije: no quiero más esto. Me voy a ir.
Porque llega el momento de priorizarse a sí mismo…
Exacto. Pero las mujeres no nos priorizamos. Por eso, la salud mental en este país está como está. Porque la mujer se tiene que levantar temprano, hacer la comida, dejar los niños en el colegio o donde la vecina, salir corriendo, montarse en un bus… Además tiene un tipo al lado jodiendo, o está en medio de pobreza. Esa vida cotidiana puede llevarlo a uno casi al enloquecimiento. Decidí contarlo para decirles a las mujeres: tenemos derecho a esas cosas. A irnos a hacer un curso de cuatro meses y que el marido se quede con los niños. A decir: necesitamos aire.
Este nuevo libro, cuenta Piedad Bonnett, es uno de los que más trabajo le ha dado terminar.Foto:Andrea Moreno. EL TIEMPO
En el libro describe la soledad del escritor, que puede estar ahí, aunque las luces del éxito brillen alrededor. ¿Sigue presente?
Absolutamente. La soledad más profunda. En general, tú escribes porque estás en una soledad muy grande. Porque no te vasta lo que te rodea. Porque en el fondo hay una cosa triste. En mi caso, haber perdido a Daniel. Que mis hijas no vivan aquí, que mis nietas estén lejos. Que mis papás estén tan viejos. De pronto hago un balance de esa vida y digo: qué soledad. Este libro me dio mucho trabajo, porque fue buscar dentro de mí. Tremendo. Fíjate que además hice un salto en la narración: termino como a los cuarenta años y doy un brinco. Primero, porque no me quería perpetuar en la historia de Daniel. No creo que aquello que fue importante para los lectores lo tenga que seguir remachando. Y luego porque los últimos años han sido de escritura. Lo que quise mostrar es cómo la escritura me salvó. A muchos escritores nos salva del horror que llevamos adentro. Y además están mis miedos, que son muy grandes.
¿Todavía son tan grandes?
Tengo miedos pequeñitos que son muy grandes. Por ejemplo, cada vez me gusta menos viajar sola. Algo en mi naturaleza sigue siendo lo de antes. El éxito no te alcanza para que tu vida tenga la tranquilidad y la felicidad que quisieras. Es como que si estuviera escindida: hay dos personas, la que está hacia afuera, y la que está adentro, que todavía tiene muchas cosas con que lidiar.
Entre capítulo y capítulo hay fragmentos en los que escribe sobre sus padres, su relación con ellos, ya en la vejez. ¿Qué buscaba con estos textos?
Se me fueron ocurriendo. Mis papás tienen 98 y 102 años. Mientras escribía este libro iba a visitarlos, como hago cada semana, y veía cosas. Vamos hacia allá, hacia la vejez. Lo que quise mostrar es que la vida nos pone eso por delante. ¿Cómo lo iremos a asumir? Es también el peso de unos padres. La retribución a ellos, cuidarlos al final. Entender en contexto. Y perdonar. Por eso este es un libro que solo se puede escribir cuando uno está viejo. No tiene sentido hacerlo a los treinta.
¿Le da miedo envejecer?
Nunca le he tenido miedo a la vejez. Es más, me siento muy joven para mis 73 años. Pero veo a mis papás. Cuando todavía somos jóvenes no vislumbramos los dolores profundos de la vejez. Su soledad.
Al final cita el libro Gratitud, de Oliver Sacks, en el que, entre otras cosas, él habló de lo que hubiera querido hacer de otra manera. ¿Usted tiene arrepentimientos?
Muchísimos. De mis propias elecciones. De no haber dado dos o tres pasos fundamentales en la vida. De no haber vivido más. No tengo arrepentimientos con Daniel, por ejemplo. Hice lo que pude. Me habré equivocado, seguro. Pero sí creo que no he dado conversaciones que podría haber dado; no me he reconciliado con algunas personas. No soy rencorosa, no me persigue el odio. Pero podría haber hecho más cosas y, sobre todo, haber sido más libre. Me han detenido mis miedos. A veces pienso: me habría gustado ser de tal forma. Pero no soy así. Lo que me ha pedido este libro es mostrar a la mujer incierta.