Opinión| De ojales y otros menesteres

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Florencio Salazar

Sueña sueños ambiciosos y según sueñes, así serás.

Thomas Merton.

SemMéxico, Chilpancingo, Guerrero, 20 de marzo del 2023.- Sé lo que tengo que hacer, pero no por dónde empezar. Los recuerdos no siempre son apacibles, ordenados como una orquesta sinfónica. Pueden aparecer como una turba, tumultuosos igual a una carga de caballería, rompiendo cristales, azotando puertas. La memoria veleidosa nos dice y nos inventa, más hay que acogernos a ella como quien se sujeta de un cable para no caer. A veces, sin proponérmelo, hago un recorrido de mis certezas y mis incertidumbres. De los temblores en la garganta y en la piel, de los que provocan e incitan. De los pocos amigos de mi generación y los más de generaciones mayores, la mayoría viva en el recuerdo.

Don Eutimio Alarcón Bonilla era sastre de buen corte y mejor hilo. Fuimos vecinos en la calle de Amado Nervo, en esa loma poblada que es el barrio de san Mateo. Sentado en las gradas de mi casa lo veía subir a la hora de la comida y bajar para volver a su taller. Cuando cumplí quizá diez años empecé a ir a su sastrería para hacer mandados. En el almacén de don Karim Naime compraba hilos, botones, agujas y cera; en la casa de los Montero gasolina blanca. Luego repartía trajes y pantalones impecables.

La sastrería de Eutimio su sastre estaba en 5 de Mayo, entre Corregidora e Hidalgo, a una cuadra del entonces mercado municipal Nicolás Bravo. De Chilpancingo. Era una casa de adobe con techo entejado y piso de cemento pulido. En el cuarto de entrada había una mesa de madera larga, maciza, en donde don Eutimio extendía casimires ingleses, trazaba los cortes y luego procedía con grandes y afiladas tijeras. Entre el forro y la tela colocaba la entretela de pelo de camello; previamente había hecho hombreras, forros, tapas de los bolsillos. Mientras, Natalia González Alcocer, en su infatigable Singer, cosía pantalones. Él me enseñó a conocer un buen casimir: “Empúñalo y si queda arrugado no sirve”.

Al fondo había otro cuarto. Estaba el sanitario, algunas macetas, dos enormes tinas y un tendedero. Una de las tinas se llenaba de gasolina blanca, en ella se sumergían los trajes que llevaban a lavar y planchar; previamente, con una escobilla y gasolina desmanchaba la ropa. Después de retirarlos de la tina, colgaba los trajes para que escurrieran. Seguía la planchada con largos lienzos húmedos y el vapor asentaba perfectamente las solapas, faldones, líneas de pantalones. Cada sábado me daba cinco pesos.

Luego me dio otra encomienda. Don Eu era uno de los cinco ancianos gobernantes de la iglesia evangélica. Por desacuerdo entre la comunidad protestante se separaron apartándose del templo construido en la calle de Hidalgo, próxima a la ahora catedral. Con ese motivo, algunos de sus hermanos protestantes prestaron sus domicilios para oficiar sus servicios religiosos. Los domingos en una casa en avenida Guerrero y los miércoles en otra en Hidalgo, cerca de la plazuela de san Mateo.

Yo tenía que transportar 100 sillas de madera con asientos de palma, de un lado a otro, de dos en dos, que era lo que yo podía cargar. Don Eutimio me daba cinco pesos por cada acarreo.

Como a eso de las siete de la noche, me mandaba al mercado a comprar barbacoa y tortillas. La exquisita barbacoa era de los Morales de san Antonio. Don Eutimio, Nata y yo nos dábamos gran taquiza con esa barbacoa que sí era de chivo. Los sábados yo llegaba a las once a la sastrería; había que entregar trajes y pantalones. Obvio, en aquellos años todos los funcionarios vestían de traje y corbata. Por la acera de la sastrería pasaba el gobernador Arturo Martínez Adame, quien vivía a medía cuadra, en una casa de dos plantas, en la esquina de 5 de Mayo y Corregidora. Lo acompañaban dos o tres personas y siempre saludaba muy atento.

Frente a la sastrería vivía un personaje. Los sábados, como a la una de la tarde, cruzaba la calle. Botines negros, pantalón y chaleco, generalmente café oscuro a rayas, camisa blanca de mangas largas, corbata anudada pero floja porque no se abrochaba el botón del cuello. Blanco, entrecano, con bigote ligeramente en punta alzada. Tendría unos 75 años, pues ya estaba en retiro como magistrado del TSJ, había sido gobernador con Obregón y enfrentó militarmente el levantamiento De la huertista. Era hijo del general Canuto A. Neri, tío del Héroe Civil Eduardo Neri, padre del compositor Arturo Neri y abuelo del primer astronauta mexicano Rodolfo Neri Vela: don Rodolfo Neri Lacunza, a quien decían El Gato por sus ojos verdes pero, sobre todo, por uraño.

De labios de don Rodolfo escuché muchas historias de la Revolución en Guerrero. Me atrevía a preguntarle, a pesar de las posteriores llamadas de atención de Nata: “El licenciado Neri se puede molestar; no seas preguntón”. Pues nunca se molestó y siempre me contestó con gentileza. Don Rodolfo escribió un libro de matemáticas, otro de lógica y otro más de poesía. Tengo los tres. Comentó que estudió leyes porque fue lo único que tuvo a su alcance en la Universidad de Veracruz. Hubiera preferido ser ingeniero. No obstante, su fama de adusto, era travieso. Una vez llegó a la sastrería y pidió una tiza. Con ella dibujo una figura en un casimir, la llamó el gallito inglés. Pasados los años compré Picardía Mexicana de Armando Jiménez; entonces supe de qué se trataba el dibujo del insigne guerrerense.

La sastrería de don Eutimio era como las cafeterías ahora, ahí se hacia la crónica del mundo. Por ella pasaban políticos, catedráticos, diputados, Chivete el de las nieves y el infaltable Lacho, enamorado de Nata, quien siempre rechazó su propuesta de matrimonio. Esporádicamente llegaba El Güero Sol. Tenía estrabismo y por eso leía el periódico de cabeza. Causaba temor a niños y mujeres. Pero en la sastrería se comportaba. De él se platicaban muchas anécdotas, alguna trágica. En una ocasión salía el gobernador Arrieta de Palacio de Gobierno –ahora museo regional– y, al verlo, El Güero le recordó a su progenitora. Cuando se abalanzaban en su contra exclamó: “Eso dicen los que no lo quieren, señor gobernador, pero los que lo queremos gritamos: ¡Viva Darío Arrieta Mateos!”.

En uno de los dos los bancos de palma, teniendo las puertas de respaldo, estaba mi lugar de trabajo. Nunca aprendí a hacer ojales, pero sí aprendí a conocer la riqueza de la vida.

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