Desobediencia
Olimpia Flores Ortiz
SemMéxico, Oaxaca, Oax., 18 de enero 2021.- ¿Por qué en el planeta ha fracasado la estrategia del autocuidado frente a la pandemia?
Tal vez es una reafirmación de la vida que nos lleva a no concebir la propia muerte, en tanto mi muerte me resulta experiencia siempre extraña e inasible y jamás apropiable. Sin eco en la responsabilidad personal, la estrategia mundial se materializa entonces como autoritarismo y represión, como vigilancia y nuevos mecanismos de control a título de la sagrada libertad ahora así reivindicada.
La pandemia no alude nada más a su carácter biológico o a la crisis de salud pública. La devastación no consiste únicamente en la voracidad de un microorganismo que a sus víctimas les devore toda la energía vital y les impida oxigenarse. El proceso de la pandemia se ha extendido a todos los territorios de la vida individual y colectiva, privada y pública. Y la identidad psíquica se ve perturbada por el desafío de encontrarnos sin movilidad ni constatación social. Ni la mínima certeza de seguridad ante la amenaza.
Aquí el flamenco Pieter Bruegel, el Viejo y su Triunfo sobre la Muerte, pintura de 1562 en donde nadie se salva. Observen con detenimiento:
Hay una noción de irrealidad de lo que sucede hasta que te toca. Murió mi madre en esta pandemia, se contagió mi hijo cuidando de ella y la sola idea de que hubiera sido fatal para él, me causa una sensación abismal en el bajo vientre, el lugar de la angustia indomeñable.
El cuidado de sí apela a la responsabilidad propia. ¿A favor de la salud y de la vida? No. Con el giro que ha tomado el curso de la pandemia en este inicio de 2021, se trata de sobrevivir, no de tener salud. Entenderlo así, cobra otra dimensión. Si antes de la pandemia caminábamos sin tener conciencia de que vamos hacia la nada, ahora caminamos, evitando morir. Mis hábitos y mis movimientos corporales son otros.
Esa tendencia convive con el hecho de que las conductas que se derivan del cambio de noción al que nos va obligando la progresión de la implacable pandemia, no reaccionan igual ante la situación. No cabrían la negligencia ni la laxitud. Me pregunto y no porque tenga clara la relación entre una súbita decisión y su consecuente contagio. ¿Qué hizo que mi madre decidiera pasear y jugar la apuesta? ¿Qué hace que yo misma me siente a tomar cerveza en un lugar público? Vaya, no es que no crea en el virus, no soy parte de esa legión; pero hasta ahora, en lo que no he creído es en la inminencia de mi propia muerte. Tenía que morir mi madre para que yo tuviera lección, tenía que atravesar la angustia de la escasez de oxígeno y de la saturación hospitalaria, para caer en cuenta de la necesidad del rigor. De que hoy por hoy no existen reuniones de “sólo cercanos” que sí se cuidan, ni espacios públicos a salvo, es incontrolable. Ahora, francamente tengo miedo.
Tal vez la propaganda de los gobiernos debería ser amenazante y no debería tratar de atenuar el temor.
En el duelo que me parte y mis remembranzas, acuden imágenes de la familiaridad de ser de la “polis”, mi ser humana por las calles, en mis afanes. La nostalgia de la proximidad. Un regresar mi vitalidad consuetudinaria y ahora suspendida, o perdida y sin la promesa de otra vida o un más allá.
Esta suspensión cancela la ilusión, que es aliento vital. No se ve ni se confía en ninguna promesa. ¿Cómo entonces acariciar ilusiones? No hay ninguna manera de pensar el después. Y ¿cómo es que entonces desafiamos al peligro presente? ¿Hay acaso dos realidades paralelas en mi subjetividad? ¿La que afirma y la que niega? La conciencia del peligro no nos detiene.
La muerte siempre les ocurre a otros…hasta que nos vemos inmersos en los estragos que produce. Aun así, la muerte sigue siendo ajena, no es propia. Nadie experimenta en cabeza ajena, mucho menos el morir.
No puedo fantasear sobre mi participación en el suceso si me llegara la hora en esta pandemia. Menos ahora que no tiene gracia planear mi propio sepelio si ni siquiera sé si voy a tener el derecho a ser cadáver, no se diga a la eventualidad de un ritual preconcebido.
Mi inconsciente no guarda en ninguno de sus recovecos a mi propia muerte. La noción que me anida sobre el hecho de morirme no es experiencia; es como todo, sólo una palabra para referir, una vez más discurso: moriré, lo sé, tarde o temprano; pero eso que sé es inocuo, es irreal.
Esta desmentida de la muerte es lo que hace que fracasen las estrategias gubernamentales, está en juego la contradicción entre creer y no creer en mi muerte. Para Freud, esta desmentida en el inconsciente se presenta de un lado como un admitir la finitud de la vida y de otro como una irrealidad. Actitudes que están en conflicto.
Imaginen ahora cómo interactúa en la subjetividad esa oposición. La desmentida es una operación psíquica general de la subjetividad en la que paradójicamente coexisten mis creencias arraigadas con un nuevo saber que las desplaza. Son otros quienes mueren, yo no he de morir. Mi yo escindido protegiendo mi deseo de creer, más que a mi sobrevivencia.
Toda la parafernalia estadística, presentada en números, gráficos, curvas y demás, no persuaden al público de quedarse en su casa, guardar distancia y usar el cubrebocas. Son llamados a misa.
¡Oh desilusión! No se produce el pacto de la especie por sobrevivir; el desastre es sazonado con la falta de solidaridad entre las personas y los pueblos. El coctel es un poderoso explosivo: pandemia desbocada y pasiones humanas sueltas y desorientadas.
Zaachila, 18 de enero de 2021
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